Ya no siento angustia. No puedo sentirla ya. No de veintidós a ocho de la mañana.
Se ha ido la tos nerviosa y con ella su hermana la nausea que me causan los primeros días de deambulación extranjera con el corazón reincidentemente roto, la lengua inútil y el intelecto podrido por la incomunicación. Respiro tranquilo.
Somos tres en la tétrica habitación de la tercera planta del servicio de medicina interna de un hospital evangélico a las afueras de Freiburg. Hay un viejo —al que cuido esta noche— cuya voluntad quedó, ya tiempo atrás, anulada por la demencia que devora su ser. Reposa en una cama articulada consumiéndose por una neumonía que ya no ha de abandonarlo. Así lo han decidido. Por sus venas no corre ya ningún aferro ridículo a la vida en forma de antibiótico. Zascandileando, sigilosa y atenta, se encuentra aquí un ente cuya naturaleza presumo —gracias a los prejuicios machistas de mi socializada mente— femenina. Su presencia física no la puedo constatar con mis sentidos pero de su realizad estoy más seguro que de la del lúgubre viejo. También estoy yo. Obvio.
El ambiente está enrarecido. Huele a una mezcla de tierra mojada que se cuela por la entreabierta venta, de flores ya casi maceradas reposando languidecidas en un vaso al lado de la cama del viejo —en un admirable y desesperado intento de hacer estético semejante panorama—, de aliento neumónico —que esa enorme boca abierta exhala con pasmosa sincronía— y de aroma fresco que sale de un, ya frío, poleo-menta, que algún alma optimista ha dejado al alcance teórico pero no práctico del que tan penosamente así yace.
La luz es tenue: una lámpara de noche proyectada contra la pared pintada de beige da una tonalidad sepia a toda la estancia.
Los sonidos que acompañan a tan becqueriana escena no son mucho más reconfortantes. Jadeos nerviosos de frecuencia estable, interrumpidos por los quejidos agónicos de un hombre atormentado por las psicóticas alucinaciones que su —histológicamente— degenerado cerebro produce como resultado de semejante masacre neuronal. Algo le dolerá también la horrible irritación pleural que, sin duda, le causa la vasta inflamación que sufre enajenado… Sin embargo, el dispensador automático de morfina «Bosch» —en cuya pantalla puede leerse: cinco coma cinco mililitros por hora; tiempo restante de infusión de seis horas, treinta minutos y cinco segundos—, de algún modo nos deja más tranquilos a los dos. Supongo que a él más que a mi. También escucho enervado el gorgoteo constante y penetrante que produce el oxígeno a presión que fluye de la tubería al pasar por la botella de suero fisiológico. Lo peor son, sin duda, los angustiosos crepitantes que produce el aire al dilatar esa masa de moco, bacterias y neutrófilos que se ha formado en los pulmones del moribundo.
Odio ese sonido porque me hace fijar la mirada de nuevo en la boca del viejo. Una boca que no se muy bien si me aflige por la sequedad de sus labios, me irrita por lo nervioso de sus movimientos, o me aterra por lo patético de su apertura. Abierta, bien abierta, para que salga todo… para que no quede nada. Una apertura, la de una boca, que parece prepararse para entregar el alma tendida sobre el colchón antiescaras a la acompañante de habitación: aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos, pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del viejo. Una apertura, la de una boca, que se afana en la autofagia de los labios, la carne y toda la materia orgánica del cuerpo del que es puerta y, ahora, también salida. Una boca que desprecia el aire que ancla a su dueño a la vida en una catarsis de cuerpo que se engulle a sí mismo en alma que se escapa.
No debe pasar de los sesenta y cinco kilos, pero aparenta pesar cien veces más. Se hunde en su lecho de muerte, parece que la tierra lo llama. La carne, dura y seca, se resbala para esconderse por debajo de los pómulos, por los huecos que quedan arriba y abajo de las clavículas, entre las costillas, profundo hacia lo más profundo de su ser. Sólo hay algo en ese cuerpo que protruye, que pide paso, salida: sus huesos… Ese mentón prominente, ese esternón a flor de piel, esas hiperbólicas rodillas…
Es una inminente metamorfosis de vida en muerte y Ella: aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del viejo, Ella, digo; lo sabe y aguarda paciente. La morfina sigue a cinco coma cinco mililitros por hora. Eso, de algún modo, nos tranquiza a los dos. Supongo que a él más que a mi. En un intento desesperado por calmar su otro dolor —el que le produce su mente psicótica, el que intranquiliza a su escurridiza alma a la fuga— le acaricio el huesudo tórax y le regalo unas palabras en mi mejor alemán:
—Ganz ruhig blieben, Herr Müller. Bald ist alles vorbei —le susurro. A veces funciona.
Son las seis de la mañana. Me asomo a la vida por la ventana y veo como la espesa niebla cae pesada y húmeda sobre Freiburg y la Selva Negra de sus alrededores. Es la niebla que ahora me empapará la cara, el anorak, los guantes y mi Orbea Sierra Nevada de vuelta a casa. Es la niebla que me va a joder en el camino, pero que va a multiplicar el placer que sienta al meterme en mi cama alta de madera de pino de mi habitación mohosa de mi piso compartido de la Ferdinand-Weiß-Straße. Es la niebla que, en definitiva y como el viejo, me hará sentir vivo.
Sigo sin sentir angustia.
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