Ella, entre los 26 y los 70

Ella, entre los 26 y los 70

Luz H. Baute

24/03/2019

Cuando era joven trabajé de niñera, luego en una fábrica de caramelos, más tarde en una empaquetadora de colorante para la comida… es probable que mi fibrosis pulmonar tenga algo que ver con eso… aunque tantos años después, no sé yo… mi último trabajo fue en un cuartito sin ventanas, con otras chicas, nos acomodábamos en mesas desvencijadas, con una balanza de precisión encima y teníamos que envolver hebras de azafrán en unos paquetitos rectangulares. Me fueron a buscar a mi casa para ese trabajo, era época de huelgas, supongo que sabrían que lo necesitaba, a lo mejor también sabían de mi experiencia en envoltorios minúsculos. Recuerdo que una vez mientras iba a trabajar, alguna gente amontonada en una acera me gritó aquella palabra que luego tuve que preguntar qué significaba, pero yo no era eso, no era una esquirola, era una mujer agradecida que tenía que cumplir con quien me había dado la oportunidad de trabajar para comer. Porque durante ese último trabajo ya no guardaba parte de mi jornal para comprarme unos zapatos, ni para hacerme la permanente, ni para ir al cine y comprarme un membrillo que me comía mientras veía a Roberto Tailor enamorando a cualquier guapa. Cuando trabajaba con el azafrán no tenía para mucho, solo tenía la suerte de tener trabajo.

Después que me casé nunca más trabajé. Ahora ya no. Me dedico a los míos. Aunque mejor debería decir que ahora los míos se dedican a mí. Ahora soy un saco de huesos sin apenas capacidad respiratoria, ya casi no me muevo, me canso cuando hablo y apenas como. No es que desprecie las comidas que me preparan con tanto cariño, es que hasta comer me cansa. Reconozco que debo ser agotadora, doy más trabajo que alegrías. Pero aquí estoy hasta que quiera Dios.

Después que se casó dejó de trabajar. Se dedicó a los suyos. Su tarea dejó de tener nombre y sueldo. Atrás quedaron los paseos por la calle de las tiendas a la búsqueda de los zapatos que comprar con la próxima paga; las risas en la peluquería mientras charlaba con la peluquera, otra muchacha como ella, esperando el efecto de aquella solución química que olía a amoniaco y que tenía el poder de ondear bellamente su cabello rebelde; los besos en la pantalla del cine y ese sabor de membrillo que nunca sabría describir. Es gracioso que un membrillo bien saboreado dure lo que un amor de película. Atrás quedó, fuera de su memoria incluso, la chica que evitaba toser para no hacer bailar en el aire las hebras de azafrán. Durante el resto de su vida se volcaría, entre sonrisas dulces y agotamiento en los andares, en convertir en un hogar aquella casa de autoconstrucción que fueron levantando poco a poco, pasando de barreño de zinc a bañera de acero esmaltado, de suelos de cemento polvoriento a pavimentos pulcros y brillantes. Ama de casa, esposa y madre, con sus labores inherentes. Así, sin conocimientos previos, como la vida iba dictando, hubo de aprender a atender intensivamente a una hija encamada desde que llegó al mundo, sin la oportunidad de gatear los pasillos, pasear las aceras ni compartir sus risas en los parques, sin voz con que pedir ni tan siquiera llanto con que lamentarse, todo ello por lo que la ciencia llama una enfermedad rara y los creyentes nombran designios de dios, como una plantita, vegetando veintidós años en los que aquella melena morena otrora rizada artificialmente se tornó de un blanco plateado, mientras los días se deslizaban alejando de finales de cine a aquella chica que trabajó cuando joven y ahora regalaba su tiempo al ocio de lavar, cocinar, ocuparse también de sus otros cinco hijos, sonreír y mimar a su marido, agotado de su trabajo diario, planchar la ropa de salir de todos los demás y, con la mirada ausente, limpiar, con pulverizador limpiacristales, su reflejo en los espejos.

-Mamá, tengo que escribir una redacción sobre ti para el colegio, me tienes que ayudar.

-Puedes poner que apenas sé leer y escribir y que me ocupo de mi familia. Eso es todo lo que hay que escribir. Y que tengo suerte por ello.

-Con eso no me da sino para unas líneas, tienes que decirme más cosas...

A los nueve años, casi ningún niño sabe describir a su madre, por eso no la define con todas su titulaciones nunca enmarcadas ni colgadas en las paredes de la casa. Sus habilidades se quedan flotando en los años y un día una niña perdida en el tiempo recupera aquella tarea y la completa.

  • Mi madre. Coordinadora general de programas de desarrollo personal y relaciones humanas; gerente de recursos humanos y materiales para garantizar y optimizar dichos programas; directora general de gestión económica; máster en logística y explotación de medios; máster en nutrición y dietética; máster en salud infantil: enfermedades y accidentes, cuidados y soluciones naturales; máster en desarrollo evolutivo psicofisiológico desde el nacimiento hasta la edad adulta; terapeuta especializada en resolución de conflictos afectivo-sociales; doctora en psicología y terapia emocional… Bella muchacha que se asomaba a los espejos y tropezaba con una mujer de su casa que la borraba frotando sobre su imagen con un trapo viejo

… hasta que un día los espejos dejaron de mostrarle la imagen. Casi sin saber cuándo ni cómo, comenzaron a mostrarle la imagen de una señora apenas conocida

… hasta que aquella imagen dejó de ser imagen y se volvió recuerdo.

Alguna tarde, el aroma del toronjil revoloteando el aire, una palabra destrabada de alguna frase sin ningún interés, una pregunta sin respuesta posible, cualquier cosa o nada, la devuelve a la vida, la coloca en el latido de su hija y se aventura a preguntarle tristemente, ¿la vida, p’aqué?



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