Nunca me gustó M. Trabajaba en mi equipo de diseño y vestía a la moda hip-hop. Su manera de vestir no tenía que ver con que no me gustase su persona. No me gustaba la futilidad de su comportamiento y le brillaban los ojos de satisfacción cuando alguien le hacía la siguiente pregunta: Oye, tío. ¿Conoces a los GP Boyz?

Maldita sea. M era un tipo menudo, quijada de jamelgo, que mantenía intacta la simpleza que cualquier adolescente arrastra consigo. Llevaba dos meses en la agencia y la dirección había decido moverlo para evitar encontronazos con los de su equipo anterior. Como ocurre con los nuevos, al principio se movía con cautela, mostrándose solícito y altamente locuaz. Su puesto estaba junto al de F, compositor de hip-hop con alma caribeña. Que F se moviese en la subcultura marginal de la ciudad, resultó definitivo para su aceptación en el equipo.

M comenzó a cubrir la mesa de trabajo con todo tipo de artilugios que servían para confirmar su personalidad. Colocó maquetas de vagones de tren repletos de grafitis, botes de spray con chorretones de pintura junto a boquillas utilizadas en alguna escapada a los hangares de la EMT.

No está en mi ánimo buscar la confrontación con ninguno de mis diseñadores. No pretendo su amistad, pues mi labor entraña múltiples dificultades. Trato de no juzgar a nadie sin antes conocerlo. Reparto el trabajo según mi criterio profesional, me complace pensar que cada uno alcanza lo mejor de sí mismo bajo mi control. Pero el cerebro de M era ropa sucia: solo era capaz de conversar sobre asuntos banales.

La diversión consistía en que mostrase su verdadera naturaleza. Como sucede con la mayoría de veinteañeros, había comenzado a relajarse, y con el paso de los días fue mostrándonos su verdadero ser al lanzarse a criticar a los de su equipo anterior. J es asá, dijo una mañana. D hace esto, explicó al día siguiente. Sus críticas lograron granjearle la amistad de los del grupo. Los embriagaba su violencia verbal, los hacía partícipes de sus desavenencias. De ese modo agigantaba las injusticias cometidas contra él por sus anteriores compañeros.

En varias ocasiones había puesto yo su comportamiento en conocimiento de mis superiores. Pero mis peticiones fueron desestimadas una y otra vez.

Incorporaron un argentino el equipo de diseño. Se llamaba A, arrastraba un deje gangoso y un espasmo recorría su rostro. Ataques de naturaleza misteriosa que lo marcaban ante los demás.

En la soledad de mi labor intento no sacar conclusiones injustas, menos aún precipitadas. Le concedí tiempo suficiente a M para que se mostrase tal y como es. Presté oído a su vulgaridad. Emboscado en sus nuevos compañeros comenzó a descalificar a aquellos con los que apenas había cruzado palabra. Que si L tiene los tobillos gruesos. Que si crujen los cimientos del edificio cuando W hacía retumbar el pasillo camino de la impresora. Insultaba a todos los empleados que no le agradaban o consideraba dueños de alguna carencia física. Usaba la insolencia como antídoto ante los demás. Yo era incapaz de entender su comportamiento, y eso me irritaba. Un mes después de la llegada del argentino comenzó a soltarles indirectas a un par de ejecutivas que se esforzaban por mostrarse apetecibles ante los demás. X percutía el pasillo con sus tacones. R se inclinaba y colocaba el culo en pompa al hablarte. Sonriendo con desdén, M las devoraba mientras ellas recorrían el pasillo y los demás coreaban sus insolencias y A aplaudía su osadía.

M se mostraba cruel, despiadado al hablar incluso de Dios. Pero nada importaba lo que escupiese su quijada de jamelgo, ya que Santo Tomás asegura que cualquiera de nosotros es capaz de blasfemar sin hablar siquiera.

Mirlos gorjeaban la mañana que A renunció a su puesto. Otra agencia contaba con sus servicios. Nos despedimos de su risa gangosa, de sus espasmos faciales. M se despidió con cordialidad de él. Pero, una vez nos hubo abandonado, se lanzó a simular el carcajeo griposo, la contracción que plegaba su rostro. Los demás aplaudieron su gracia. M se había ganado su respeto.

El éxito lo satisfacía plenamente. Era asombrosa la facilidad con que se manejaba ante los demás. Le dijo a X que le causaría un placer inmenso ser su braguita. Ya sabes, dijo guiñándole un ojo. Los demás sonrieron. Yo respondí a su agravio subrayando que divertirse a costa de los demás era un asunto demasiado fácil. M se quedó helado, pasó el resto de la jornada con los ojos clavados en la computadora. Un olor intenso me confirmó que había perdido el control de la vejiga.

En cualquier esquina esparcía infamias sobre mí. Hacía lo posible por desacreditarme ante los demás. Pero cada uno es responsable de sus palabras y sus silencios, y tenía la certeza de que M estaba abocado al fracaso mientras estuviese yo al frente del equipo de diseño. Su capacidad de adaptación era digna de elogio, aunque insuficiente para hacerme cambiar de opinión.

El otoño llamaba a la puerta cuando regresó A a la agencia. Lo han despedido por no dar la talla, dijo M simulando la risita gangosa, el tic del argentino. Algún día te tocará a ti, dije. Pero el revuelo era general. Sus burlas habían excitado al grupo. Usáis el ultraje como fin para enmascarar vuestras carencias, dije mientras M continuaba la risita gangosa. Entonces se presentó A en el equipo. He venido a saludaros, dijo. M lo abrazó como a un hermano. Los demás se acercaron a saludarlo. A se me acercó, yo abandoné la sala y solicité una reunión con mis superiores. Es basura, dije. No quiero a M en mi equipo. Ellos vieron reprobable su actitud, es cierto, pero no hicieron nada al respecto. Relájate, dijeron en términos que puedo considerar como abstractos. Riéndose, con múltiples espasmos recorriendo sus rostros, manifestaron: Ya tienes edad para entender el comportamiento de los demás. Lo mejor es que adecues el tuyo al del grupo de diseño.

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