No sabes lo que fue mi trabajo ayer. La fotocopiadora funcionaba bien, el que no andaba nada bien era Giménez que con una mano se sostenía contra la pared con la firmeza de un flan y con la otra trataba de encajar una resma de hojas en el hueco del aparato que tanto lo complicaba al pobre. A mis pies, mientras esperaba para usar la fotocopiadora, Laurita la secretaria, tenía la cabeza metida dentro del gran cenicero vomitando todo lo que habrá sido un buen desayuno, pero qué más daba si hasta el jefe pasó por delante de los tres buscando en las tacillas de café algún resto de algo rico para tomar.

Evidentemente algo había pasado, madre mía, no podía ser que a las once de la mañana y en las oficinas de todo el piso la gente ya esté borracha. Porque ni que hablar lo que me había sucedido más temprano cuando ya lo había visto a Pedro con los lentes negros en su escritorio como queriendo ocultar algo y terminaba evidenciándose más, pero vale, me hice el tonto y lo dejé que se compusiera de su resaca, lo conocía y sabía que no era más que un ser sumido en un sistema productivo que pospuso sus sueños a cambio de un trabajo de nueve horas para pagarle la educación a sus hijos y utiliza el alcohol como válvula de escape, vaya y pase, un pobre diablo. Ahora, que los cabrones de Julio y José, los dos con familia, hijos pequeños, abuelos viejos, perros que pasear servilmente, gatos que dominan la casa, canarios, suegras, suegras canarios, todo lo que demanda atención en una familia y ellos así nomás ciegos como cubas y sin haberme invitado, yo me ofendí.

Más temprano incluso, cerca de las nueve o nueve y media de la mañana, me acerco al escritorio de Antonio, el contador, a presentarle los balances del año y no va que el tipo aun no había llegado a trabajar, extraño, en sus cuarenta y tres años dentro de la compañía estuvo presente en su puesto hasta en su noche de boda. Pero él que no aparecía, yo lo esperé sentado en el sofá de su oficina largo rato aprovechando el tiempo para cuestionarme la angustia del ser que plantea Kierkegaard en un libro que había leído el día anterior, hasta que apareció. Con la corbata desaliñada, rush en el cuello, impresentable, entró con el envión de un cuerpo que se abalanza contra la puerta para abrirla, cuando me vio se enderezó, tragó saliva y puso cara de castor serio, abrió su boca lo menos posible para que yo no me diera cuenta del olor a alcohol que expelía ¡pero qué ingenuo, cómo no me voy a dar cuenta, si estaban todos borrachos allí! En fin, además de ser un hombre de modales también tenía trabajo que hacer, así que para no ponerlo incómodo le dejé la carpeta y me retire con elegancia.

Ahora que recuerdo le digo más, ya me había percatado yo en el elevador que todos sacaban de los bolsillos de adentro de sus sacos petacas de whisky para ajusticiarlas antes que se abrieran las puertas. Lo vi a Panchito, el cadete, y con él no pude y unas palabras tuve decirle, es que es muy joven para estar tan puesto y arruinarse la vida de tal modo, con la bebida encima, que el que no es fuerte de personalidad lo domina, sabe, hay que estar muy centrado para no dejar que el alcohol lo sobrepase a uno, y la verdad, cuando lo vi a Panchi, en su primer trabajo, un martes a las ocho de la mañana, en calidad de adulto responsable me atreví a darle el consejo de acudir a alguna organización de Alcohólicos Anónimos de la que por suerte tenía una tarjeta con su teléfono para facilitarle, él la cogió y, si bien estaba bien borracho, bajó sus pestaña y elevó sus ojos para dedicarme la vista más despectiva que tenía, supongo. Sin embargo lo entiendo, la gente con problemas con la bebida no ven bien la realidad, son negadores.

Es más, antes de subir al elevador la vi a doña Encarnación que no enjuagaba la fregona, sino que estaba durmiendo con la cabeza apoyada sobre sus brazos y sus manos tomadas del palo que estaba como clavado dentro del balde con agua y detergente y sobre todo, con mucha suerte. Me acerqué a saludarla y al tocarle el hombro se asustó y falló su punto de apoyo y se resbaló y cayó y rebotó con el culo en el suelo y se reía con las mismas muecas y sonidos que se hacen al llorar.

Hasta esa recepcionista que siempre fue más arpía que otra cosa, que nunca supo mi nombre ni yo el suyo, estaba en sus cabales. Cerraba su boca y se le inflaban las mejillas de los eructos que tragaba, con el escote completamente abierto y apantallándose con los formularios de ingreso para tomar aire. Tenía el rodete de su cabello desecho, lleno de pasto y palitos que insinuaban algo, sentada detrás del mostrador de la recepción, alcancé a percibir cómo se puso de nerviosa y guardó con rapidez algo que sonó a vidrio dentro de su cartera al ver llegar el cuerpo directivo de la empresa.

Que dicho sea de paso, debo confesar que ya los había visto yo al llegar al edificio, ellos estaban en realidad al costado de la puerta principal fumando cigarrillos y hablando fuerte, cuando pasé por su lado acallaron las voces con cierta timidez como si se hubieran invertido los roles, yo los saludé y en cuanto entré los escuché estallar en risas y doblarse de las carcajadas.

– ¿Y tú de dónde venías Manuel?

-¿Cómo que de dónde venía Paco, qué me dices? No te acuerdas, si me pase la noche aquí mismo, sentado hablando contigo, no más tú me serviste la última copa yo me fui derechito para mi trabajo.

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