Aún eran las cuatro y media. Aligero el paso intentando ganar tiempo. Un grupo de chicas que esperan impacientes el autobús, parece que van a pasar un estupendo día de playa. Me imagino allí. La brisa, el sonido del mar, los pies en la arena… ¡Despierta! – Me digo – tengo que darme prisa, necesito tiempo para descansar. Si no le hubiese dicho a mi madre que iba a tomar café… pero, no podía posponerlo más. La idea de que mi madre viviese relativamente cerca y que llevase más de una semana sin verla empezaba a preocuparme.

Llegué… menos cuarto. Llamo al timbre con efusividad, celebrando así los minutos ganados.

-¡Hola mamá!, ¿Qué tal?

-¡Hola mi amor!, ¿Qué tal el trabajo?

-Pues bien, más de lo mismo. Mesas que atender y que recoger. Y un dolor de pies horrible.

-¿Hasta cuando te quedas?

-Pues solo el periodo vacacional mama… una semana.

-¿Y luego?

-Bueno, aún no lo sé.

-Tendrás que trabajar.

-Sí, ya saldrá cualquier otra cosa.

Aún me quedaba un año para terminar la carrera, hice varias paradas en el camino y a un año del fin, solo pude hacer otra. Las tasas estaban carísimas y no siempre me lo podía permitir. Pero no tenía prisa, el mercado laboral no atravesaba su mejor momento y yo… bueno, yo tampoco.

Mi madre seguía abrumándome con preguntas sobre mi futuro, mis ahorros, y el trabajo. Bastante tenía yo ya… más del 25.000 euros en 6 años fuera de casa estudiando costeados por mi ¿para? ¡Ah! Sí claro, para trabajar de camarera.

Mi madre pasó a un segundo plano, todo lo que escuchaba cada vez me resultaba más estúpido e innecesario.

Mientras, mi frustración crecía por momentos. Tengo que salir de aquí… las cinco y media.

-Bueno mamá, necesito irme, quiero descansar un poco.

-Si necesitas algo, llámame.

Ahora mismo, con no escucharla, me daba por satisfecha. Corro a casa. Subo la escalera a toda prisa. Abro la puerta y miro al frente, el silencio me invade y me doy cuenta de lo realmente agitada que estoy. Las seis menos cuarto. De repente me siento a salvo y caigo en un profundo sueño.

El teléfono está sonando. -Mierda, ya me dormí.- Pero no, era una amiga. Las siete menos cuarto. Descuelgo, pongo el altavoz, y empezamos a ponernos al día mientras me aseo para volver al trabajo.

  • -Oye, y el trabajo ¿qué tal?
  • -Bueno pues bien, solo voy a trabajar esta semana.
  • -Oye, ¿te llamaron ya de la empresa?
  • -No, aún no.
  • -Y con la carrera, ¿Que vas a hacer? Deberías terminarla…
  • -Si, bueno. Llegará el momento, no tengo prisa.
  • Lo siento, pero voy a tener que colgar, voy camino al trabajo. Ya hablaremos. Cuídate
  • Otra vez en segundo plano, otra vez crecía esa sensación de frustración constante y otra vez sentía que iba a explotar.
  • Dentro de la maravillosa aventura de quedarte en casa subiendo currículums a todas las plataformas de empleo sin recibir un ápice de respuesta mientras que te vuelves pobre, recibí una llamada de una muy buena empresa. Realicé las entrevistas y ahora tenía posibilidad de que me llamaran en los próximos 4 meses… y ¿mientras tanto?

No podía aceptar ninguna oferta de trabajo. Lo que había conseguido en seis meses era asistir a esas entrevistas y aún tenía tiempo para que me llamasen, se acercaba el verano y con ello, la subida de ventas y la demanda de empleados y yo, debía estar en esa lista. La vida me debía ponerme en esa lista.

Las reformas de 2010 y 2012 con respecto a la negociación colectiva habían dañado al sistema laboral de una manera alarmante. Poniendo en alza los contratos temporales y precarios. Dejando a los jóvenes en una crisis profunda.

Por lo cual, trabajaría en el bar solo durante la semana estival y más adelante… ya veríamos.

Lo cierto, era que mi prestación estaba a punto de agotarse y empezaba a entrarme el pánico de no recibir la llamada de la alegría. Prefería no pensar en eso sí no, la angustia sería persistente.

Las siete y media en punto. Comienzo mi turno de la tarde.

Cuando por fin me siento, pillo el móvil. La una menos cuarto…

Una mirada de soslayo a mi compañera de fatigas. Se acerca y me susurra.

-Pega una cervecita,¿no?

– Y dos…- Respondo.

Mismo bar de copas, misma gente de siempre.

Llegamos, saludamos y nos ponemos a hablar de la jornada y de lo que en realidad nos gustaría hacer. Empiezo a acordarme de la universidad. Allí me enseñaron que el concepto del trabajo había evolucionado horrores, fíjate que para la religión el trabajo es un castigo y ahora pasa a ser parte de la identidad de un individuo, una autorrealización para uno mismo. Y había que formarse, y había que aprender, y había que formarnos por hacer lo que nos gusta.

  • -Creo que me voy a ir a casa…
  • -¿Ya?
  • -Sí, necesito descansar.
  • -Venga anda, nos vemos mañana.
  • -¡Hasta mañana!

Miro al frente. La mayor parte de las personas que me rodean son trabajadores del mismo sector. Todos hablan de lo mismo. Y me doy cuenta de que la mayoría está en la misma situación. Trabajando y lamentándose de lo que podrían ser.

Estábamos en la zona de confort y nos daba miedo salir. Perder el trabajo, o más bien, perder la nómina.

Salgo y respiro, hace aire, y lo agradezco. La cabeza me iba a explotar. No quería seguir pensando. Música. Me pongo los cascos y me concentro en la música para ponerle letra a los problemas.

Entro en casa y veo encima del escritorio esos calendarios y agendas con cosas que hacer que nunca hago… me entra una estúpida sensación de ponerme a hacerlo ahora, a tachar cosas de la lista. Las tres y media… mejor será que me acueste. Mañana será otro día, como el de hoy.

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