Imposición unilateral

Imposición unilateral

No le importaba que el día amaneciese lluvioso o despejado, con fuertes vientos o sin ellos, ya que la cita con el trabajo era ineludible. La verdad era que no le satisfacía en absoluto acudir a ese llamamiento diario, porque venía impuesto por decisión paterna y a ella tenía que doblegarse. Aún cumpliendo con sus otras obligaciones (las escolares) no podía librarse de tener que «arrimar el hombro» para sobrellevar los gastos de la familia. ¡Pero es que todavía era un crío! ¿Acaso no trabajaría cuando fuese mayor, porque ese es el destino de todo hombre si quiere construirse una nueva familia, un nuevo hogar? No importaban esos pensamientos. Así los dijese en voz alta, so pena de irritar al padre por contravenir su orden.

Llegar al establecimiento donde tenía que desempeñar su trabajo era como acudir al patíbulo o a una sala de tortura. Cierto es que podía disfrutar de momentos agradables, como aquellos que les proporcionaban el tener que ausentarse para realizar determinadas compras necesarias, pero este era el único consuelo que le ofrecía el estar allí. Tras varias horas de permanencia solo pensaba en el momento de marcharse a casa, de regresar de nuevo a la comodidad del hogar, de no tener que permanecer por más tiempo de pie, como mucho apoyado contra algún mueble. Aunque ello supusiera el obligado cumplimiento de terminar con los deberes escolares del día siguiente. Pero era un alivio, un descanso en su más pura acepción.

Pasaban los días, las semanas, los meses… tan rápido que los veranos, únicos momentos de auténtico descanso de todo, se marchaban tan veloces como venían. Y tras eso solo quedaba un corto periodo navideño que no daba para mucho, en todo caso para festejarlos con comilonas y recibir esperados regalos. Los años se iban acumulando a sus espaldas, la experiencia iba creciendo con ellos y su formación académica progresaba al mismo ritmo. Con esta perspectiva pensaba que algún día acabaría abandonando ese negocio familiar para dedicarse a estudiar algo que le proporcionara mayor realización personal que el satisfacer las demandas de los clientes. Pero ese día tardaba en llegar. Estaba perdiendo su adolescencia y ya casi estaba al límite de lo que puede aguantar cualquier ser humano.

Para la visión paterna ocurría exactamente lo contrario. El niño debía estudiar para no ser un completo inútil, pero una vez terminados sus estudios obligatorios, y ya hecho un hombre, debía tomar las riendas del negocio, liberar a su padre de tantos años de trabajo y permitirle descansar y disfrutar de las rentas que le produjera un negocio levantado por él y continuado por su hijo. Dos visiones contradictorias, incompatibles, salvo que uno de los dos impusiera su voluntad, lo cual no tendría lugar de modo radical, eso lo sabían ambos. La estrategia, en los dos casos, esto sí podía ser común, era continuar con la misma rutina, seguir como si nada extraordinario fuera a ocurrir y buscar el momento adecuado de asestar el definitivo golpe que hundiese a la otra parte. No sería fácil para él, quizá sí para el padre porque su autoridad debía ser incuestionable.

Pero entonces ocurrió un hecho que cambiaría por completo la situación, si no de forma inmediata sí en un futuro relativamente próximo. Encontró un nuevo trabajo, que podía compatibilizar con su obligada asistencia al negocio familiar sin perturbar demasiado su aprendizaje y, además, proporcionaría rentas extraordinarias para el hogar, por lo que no podía desdeñarse esa increíble suerte sobrevenida. La oportunidad era única. Si esas ausencias, esporádicas en un primer momento, podían irse alargando, su futura marcha y abandono definitivo no se demoraría mucho más. Aunque había que hacerlo con mucho tacto, como deseando continuar en el negocio porque realmente era muy importante y considerar ese otro trabajo como un hobby, algo que adicionaba riqueza y, desde luego, no tan relevante como perpetuar la empresa familiar, una honra que, en absoluto, consideraba cumplir de ninguna manera aun previendo el posible despido.

Lo que estaba muy claro era que debía dedicar cuerpo y alma por entero a ese otro trabajo. Se jugaba su futuro y no era cuestión de tomárselo a la ligera. Así pues fue labrándose una confianza que devino en mayor dedicación, lo cual tuvo que admitir necesariamente el desafortunado padre. La semana se convirtió en tres o cuatro ratos de visita, y colaboración, al negocio familiar que, un mes después se transformaron en dos y, finalmente, en una. Dos meses después la imposibilidad de ausentarse siquiera una hora del otro trabajo, cosa que naturalmente era falsa pero imposible de contrastar, hizo que el padre reconociera que ya no tenía nada que hacer.

Su negocio familiar moriría con él.

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