Como todos los días, llegó al trabajo puntual luego de salvar varios inconvenientes relacionados al caótico tránsito. Saludó a todo el mundo, aunque no todo el mundo respondiera con la misma amabilidad su saludo. Se acomodó en su escritorio, buscó la taza para el café y casi se cae de espaldas.

Con su fantástica sonrisa de costado, la estrechó en un improvisado abrazo. ¡María Julia, estás igual! Frase nada original, y con cierto tono de ironía.

Por supuesto que no estaba igual. En esos diez eternos años, había aumentado algunos kilos. Su ropa era ya la de una señora, lejos de la muchacha hippie que había sido. El cabello lo llevaba bien cuidado, tal vez eso era lo único que había mejorado con el tiempo. Roberto esperaba desafiante la devolución de tanto cariño fingido en aquella presentación. María Julia logró zafarse con cuidado y asco de sus brazos. Le revolvió las tripas percibir el perfume barato que seguía usando.

Le contestó secamente, pero sin dejar su estilo cortés. Volvió con la taza vacía a su escritorio. La mañana pasó en cámara lenta. Veía el rostro de su antiguo novio por todas partes. La migraña era peor en aquel momento. Roberto, regresó hacia ella con el pretexto de solicitar una caja de ganchos para la abrochadora. Ella se levantó magnánima, decenas de cajitas llenas de broches arribaron sobre la cabeza de él. Todo el mundo los miraba muertos de risa. Y eso solo era el comienzo.

De buenas a primeras, María recordó todas las sesiones de terapia que había pasado para poder superar aquel sujeto. Le cantó las cuarenta. No, mejor dicho, las cuarenta y una. Nada de tapujos ni reparos. Por el lugar ni por la gente. Por los temas íntimos ni por los años transcurridos. Su derecho a ejercer aquella reparación no había prescripto. Roberto, no atinaba a salir del estupor. Aquella loca esquizofrénica nada tenía que ver con el recuerdo que guardaba de su sometida novia cornuda.

Al día siguiente, como era de suponer, Roberto presentó la renuncia.

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