Nadie quiere morir

Nadie quiere morir

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15/03/2019

La puntualidad nunca había sido su fuerte, pero desde que había conseguido su primer empleo todo cambió. Tuvo que reorganizar su vida y su armario. Abandonó su chándal favorito por un traje y una camisa. Con los zapatos bien limpios y el pelo repeinado, se miró al espejo por última vez antes de salir de casa. Estaba listo para presenciar “el gran espectáculo de la falta de honradez”, como Paul Auster describía su nueva profesión.

De desempleado pasó a descubrir una de las mejores profesiones para conocer la verdadera naturaleza del ser humano. Siendo agente de seguros uno ve con claridad como el engaño, movido por el ansia del dinero fácil, no tarda en salir a flor de piel. Si el cliente entra en la oficina con sus prejuicios llenándole la boca, sale habiendo demostrado que toda moneda tiene dos caras. Al agente se le trata como si fuera un estafador, capaz de venderlo todo con tal de ganar dinero, porque ya se sabe cómo son los seguros: nunca cubren nada. Eso sí, el cliente tampoco se queda corto. En la maravillosa labor de agente se puede encontrar cualquier tipo de estafa en el momento menos esperado.

Su primer contacto con el engaño fue una lista del contenido de la nevera echado a perder por una bajada de tensión eléctrica. De pronto descubrió que todos en su vecindario comían ostras y caviar a diario.

—Aunque el cliente siempre tiene la razón, nunca te creas lo que te cuentan. —dijo Andrea. —Pasa el parte y que los de siniestros se ocupen de esto.

—¿Y se lo cubrirán? —preguntó Carlos mientras observaba los movimientos elegantes de su compañera. Era una chica más o menos de su edad, con una presencia impecable y una trayectoria profesional a envidiar. Jugaba con ventaja. En este negocio la mayoría de los clientes son hombres que se quedaban hipnotizados por su sonrisa y lo que no era la sonrisa también.

—Es muy probable. Hasta el límite de la garantía sí. Aunque en este caso creo que se han pasado un poco. ¿O tú tienes ostras en el congelador en pleno mes de octubre?

Los comienzos de Carlos, como es natural, no fueron nada sencillos. La cosa se complicó todavía más cuando descubrió qué tipo de producto tenía que vender. De pronto se vio defendiendo su puesto de trabajo a través de las ventajas del seguro de decesos. Con maestría disimulaba el temblor en su voz, mientras les hablaba a sus clientes del día que, con todo el ardor imaginario, negaban ver llegar. Porque, por mucho que les costase aceptarlo, asegurados o no, algún día acabarían muriendo. Sin embargo, Carlos no conseguía conectar con la parte humana de esos súper seres que tenía delante.

Poco a poco iba acostumbrándose a la negativa constante a sus ofertas y a las reprimendas por parte de sus superiores por falta de productividad.

—Vender seguros es como ligar. —le decía Andrea. —Solo tienes que emplear tus mejores encantos y ya verás como todo cambia.

Carlos respondía con silencio, mientras su soledad le pesaba cada vez más. Nunca había tenido una novia y lo de ligar no era lo suyo. Además, cada vez se sentía más atraído por Andrea, aunque la tenía apuntada en su lista de imposibles. Incluso, empezaba a plantearse si acabaría haciéndose con la venta de los seguros y la lucha por el cliente.

—Tienes que esforzarte más. Si no consigues que los clientes vengan a la oficina estás muerto.

—Fácil decirlo…

Carlos empezaba a sentirse frustrado.

—Llama. A cuantos más mejor. Tienen que saber que estás aquí para ofrecerles tus servicios. Si no lo haces…

—Sí, ya lo sé… Se irán a la competencia…

—Ojalá este fuera el único problema… Si se pasan a la competencia aún los podrás recuperar. Pero… si empiezan a utilizar la asistencia online. ¿Sabes qué significaría esto? Significaría que la gente como tú o yo sobramos. Así que tú mismo.

Hasta ahora no lo había visto de esta manera. Para defender su puesto de trabajo no bastaba con ser mejor que la competencia, sino que también había que luchar contra las máquinas que poco a poco cambiarían la imagen del mercado laboral. Combatiendo su rechazo a las llamadas telefónicas descolgó el teléfono y marcó el número de un cliente elegido al azar.

—Buenos días. Soy Carlos de la oficina de seguros La milagrosa. ¿Tengo el placer de hablar con el señor Federico Martínez?

—Sí. Soy yo. No quiero ningún seguro. —al otro lado contestó una voz firme y ronca.

—Verá… En realidad no llamo para venderle nada. Tan solo quería presentarme e invitarle a que pase por la oficina, a ver si podemos ajustar los precios de sus seguros. ¿Podría acercarse por aquí esta tarde?

—Sí, esta tarde sí.

—Muchas gracias y hasta la tarde. —Carlos colgó, entre satisfecho y asustado.

Federico Martínez resultó ser un señor mayor, bastante gruñón y reñido con toda su familia. El tema de ajustar los precios encajaba en su perfil de tacaño, de manera que Carlos tenía pocas esperanzas de poder venderle nada. Todo cambió cuando le mencionó su producto estrella con todas sus ventajas. Acostumbrado al rechazo constante le costó creer lo que vino después.

—Mira chico, vamos a hacer este seguro que me dices. Pero me tienes que poner tres días de velatorio.

—¿Tres días? Eso va a encarecer mucho su póliza.
—no pudo evitar el comentario a pesar del desagrado que le ocasionó a su jefe atento a la escena.

—El dinero no es problema y mis hijos que se fastidien.

Carlos tecleó los datos de su cliente en el ordenador pensando en lo rara que es la vida. -Sí, en este caso valdrá la pena morir…- Mientras tanto Andrea lo observaba de reojo, cautivada por su encanto hasta ahora escondido.

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