Trabajo no le faltaba. Debía elegir con mucho cuidado cada solicitud de servicio puesto que, entre otras cosas, había que preparar los diversos materiales a emplear, según exigía la voluntad del contratante.

Todavía le recuerdo, pensativo, intentando convencer a su clientela de cual era la mejor opción para salir definitivamente de este mundo.

En efecto, otrora se le denominó «VERDUGO». Así, con mayúsculas.

Un rótulo bien visible indicaba junto a su vivienda, además del oficio, los horarios de atención y la disponibilidad pues a veces debía desplazarse a distancias considerables y su ausencia se prolongaba durante muchos días e incluso semanas.

Sin embargo, con el signo de los tiempos dulcificáronse muchos conceptos abruptos. También le tocó el turno al que indicaba el trabajo correspondiente para facilitar la muerte en condenas definitivas, para la solución por vía rápida de enfermos terminales o para la satisfacción del deseo de asistencia digna si se optaba por un tránsito voluntario, según la ley vigente. Esto hizo que la nomenclatura clara y concisa de lo que era un ejecutor pasara al muy discutible vocablo de «encargado», con minúsculas, que traducía con cínica asepsia la condición de matarife…

Aquella tarde estaba yo intentando reparar un viejo artilugio de mi desván cuando vi acercarse al vecino con cara de pocos amigos.

«¿Alguna novedad?»

«¡Desahuciado!»

«¿Cáncer…?»

«¡Terminal!»

Y, sin más, desapareció de mi vista.

La brevísima conversación me dió qué pensar para un buen rato. Mi lacónico vecino me venía a ratificar su deseo de que me hiciera cargo de su nieta. Él había dispuesto todo para una salida sin estridencias caso de que se confirmaran los peores presagios. Yo me encargaría de la muchacha que mantenía interna en un buen colegio de pago. Había procurado que compartiera conmigo parte de su tiempo de vacaciones y yo era algo así como un padrino o tío lejano…

A mí me tocaba el desagradable trabajo de correveidile: primero localizar al «encargado», elegir el modo más fácil de la «salida», abonar los costos (con el capital que puso a mi disposición mi previsor vecino) y, por último, hablar con la joven y organizar su vida en lo sucesivo… ¡apenas nada!

Entré en mi casa. Deposité el objeto a medio terminar sobre la mesa de la salita de estudio, me dirigí al dormitorio y observé la imagen que devolvía un espejo colgado a media altura. Mi figura pasaría por la de un viejo músico venido a menos. O por la de un filósofo despistado. Quizá sería más propio comparar mi aspecto con el que tendría un detective privado, investigando casos de asesinatos de difícil solución…

De todo menos padre.

Me vestí adecuadamente para ir de visita oficial a un colegio de postín.

«¡Ejem…! ¿Podría atenderme la señora directora?»

«¿Con quien tendrá el placer…?»

«Esto… Soy el co-tutor de Alicia, la niña de altas capacidades que ingresó hace unos años para…»

«¡No siga, la directora ya está sobre aviso y le espera en su despacho!»

Al fondo de un oscuro pasillo se abrió una puerta rotulada y me encontré de sopetón con la jefa de estudios, el administrador y la directora con cara de buitre carroñero a punto de lanzarse sobre unos despojos…, sobre mí.

«¡Vaya, vaya, Don Herminio, qué caro se cotiza…, cuánto tiempo sin verle…!»

«Ya sabe, Doña Úrsula, la Notaría esclaviza mucho y en estos tiempos poca gente hay que conozca las sutilezas de las leyes por lo que debo resolver solo casi siempre el trabajo importante…»

«Entonces no le haré perder su tiempo. ¿Viene a llevarse a la niña?»

«¡Oh, no! Únicamente deseo visitarla para hacerle llegar nuevas de su abuelo y primer tutor»

«¿Le pasa algo?»

«Va a morir»

«¿Cómo…?»

«Realmente padece una enfermedad grave que a corto plazo se lo llevará…»

A partir de ese momento la Junta Directiva se preocupó más de verificar la autenticidad de los cheques bancarios conformados que les entregaba que de la salud de mi amigo.

Pronto me ví esperando sentado en un banco de un jardín interior muy cuidado, con una intrincada composición laberíntica de setos y con unas flores exquisitas, sin visos de haber sido hollado por nadie: todo extremadamente bello y bastante alejado de la chavalería que bullía, ruidosa, en otro lugar adyacente.

Apareció Alicia.

El recreo terminó y se hizo un extraño silencio. El rostro de la muchacha refulgía iluminado por un sol de mediodía que caía a plomo.

Por decir algo y tras los saludos de rigor inicié una conversación.

«¿Qué vas a estudiar de mayor?»

«Ya soy mayor»

«Bueno, cuando seas muy adulta»

«Sanadora»

«¿Estudios de Medicina?»

«No»

«¿Entonces te dedicarás a la Homeopatía?»

«Tampoco. Te he dicho que voy a ser sanadora, no curandera. Voy a realizar milagros. Como dicen que hacía Jesucristo. Sanaré a la gente»

«¡Pero eso es imposible…!»

«Les proporcionaré medios para que tengan ganas de vivir. Un por qué. La curación vendrá inmediatamente después»

«Verás, a mí, por ejemplo, me duele la cabeza por lo que…»

«Te dolía»

Y noté primero algo como un frío glacial en la sien y después unos relámpagos cálidos que me recorrían la columna vertebral y se expandían por todo mi cuerpo. Estaba temblando. Me senté de nuevo en el banco con mucho cuidado.

«¿Qué has hecho?»

«Dile al abuelo que venga. También al encargado, ya sabes, el viejo Verdugo. Probablemente no necesiten trabajar más.

«¿Qué les harás» Pregunté tímidamente.

«Prestarles algo de Fe»

Y, tras besarme en una mejilla, marchó dejándome estupefacto, sentado en aquel banco verde rodeado de flores de muchísimos colores que exhalaban un profundo aroma indescriptible.

Miré mi imagen borrosa reflejada en un pequeño estanque de aguas claras.

Unos gorriones picaban confiados aquí y allá.

Recordé aquellos versículos de los pájaros y el Creador y la manutención…

«¡A ver cómo se lo digo ahora a estos!»

Y me dirigí a la casa de mi amigo quien estaría con el encargado… de proporcionarle un viaje que terminaría no haciendo.

Al morir el día, tras hablar con ellos, llegué cansado a casa.

Anocheció dulcemente.

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