Odisea en las 1001 noches

Odisea en las 1001 noches

Luci

26/03/2019

Los gritos de Carlitos me dieron la bienvenida aquel primer día de trabajo. Aún recuerdo como el miedo fue mi compañero toda la jornada, y como, a pesar de la incertidumbre, intuía felicidad en aquella casa de locos.

De hecho, pasé allí unos años maravillosos, porque aunque a la mayoría de mortales les cueste comprender que limpiar culos, curar heridas, recibir abrazos llenos de babas y hasta golpes de frustración, sea un buen trabajo, para los que trabajamos con el corazón y movidos por la vocación, cada pequeño gesto de gratitud y amor manifestado de la forma más insólita, recompensa lo duro que puede llegar a ser a veces este oficio, sumergido en el asqueroso mundo de las desigualdades.

Soy Luci, ex auxiliar del turno noche , y he pasado diez años de mi vida atendiendo a discapacitados adultos, o como a mí me gustaba llamarlo, cuidando de mis niños. Este relato pretende ser una denuncia abierta hacia el sistema, que se encarga de destruir los sueños de las trabajadores, transformando las convicciones férreas en balbuceos tímidos ante las injusticias disfrazadas de obligaciones.

Odisea en las 1001 noches:

Desasosiego. Daniel fuera de control se resiste a tomar la medicacion. Nos escupe, nos empuja y sorteo una bofetada que da de lleno en la cara de mi compañera. Una hora más tarde se duerme tranquilo mientras le canto una canción de cuna.

Impotencia. Son las tres de la madrugada y Miguel ya ha tenido dos ataques epilépticos, de los que me he percatado por casualidad. No es compatible realizar las tareas informáticas en la segunda planta y que las habitaciones se encuentren en los pisos inferiores.

Enfado. En la ronda habitual descubro a María golpeando con el despertador a Martita, quien tiene el ojo morado y muchas marcas en el cuerpo. Tengo que aplicar mucha psicología, pero no soy psicóloga. La excusa es que no la deja dormir. Hago las curaciones oportunas y consuelo a la víctima. Esta noche debo estar muy pendiente de la habitación cuatro.

Rabia. Plancho en el altillo cuando un estruendo me estremece. Corro escaleras abajo y entro en cada habitación de la primera planta. Todos durmiendo. Voy al siguiente piso, y en la tercera habitación encuentro a José tirado en el suelo. Con la edad que tiene seguro se ha roto algo, compruebo minuciosamente su cuerpo y está bien. La barandilla de su cama lleva rota una semana.

Ira. He encontrado al nuevo usuario por la calle mientras paseo con mi hija de 6 años. Lo saludo, charlamos y nos despedimos. Hoy está esperándome despierto y me pregunta por mi hija. No me gusta su mirada. Comienza a decir cosas bonitas sobre ella y concluye con un «qué lástima que es pequeña, sino me la comía toda», entre otro comentarios de índole sexual. Necesito dosis extras de autocontrol para no golpearlo. Reinserción le llaman. Es un puto pederasta suelto con derecho a la integración.

Tristeza. Después del desayuno Luisa no quiere bajar. Se queda en su habitación recostada. Al rato subimos a buscarla y la encontramos tirada en un rincón, morada. Aún tiene pulso. Mi compañera y yo realizamos el RCP. Se muere en nuestros brazos. Tengo que acabar la jornada para irme a casa.

Incertidumbre. Cambio de piso tutelado y cambio de usuarios. Aquí son más psiquiátricos. Lara sufre una crisis en mi primera noche, es muy agresiva, me escondo en el baño. Al cabo del rato, dócil, la acuesto exhausta. Empiezo a notar mucho cansancio.

Ansiedad. Mis compañeras del turno tarde me comunican que Carmen está encerrada en el baño y que no han podido llevarla a la cama. Se marchan. Después de insistir un rato me abre la puerta. Se había tomado una caja de pastillas. No era la primera vez que intentaba suicidarse. Otra vez protocolo de emergencia: ambulancia, policías y mucha angustia. Por supuesto debo acabar mi jornada.

Depresión. Lara tiene otra crisis. Intento calmarla mientras le cuento historias de Dragon Ball Z (a veces funciona) , me tira con una silla. Corre hacia la cocina y abre el cajón. Voy detrás de ella veloz, y la sujeto antes que coja un cuchillo. Es lo que intenta hacer. Me empuja y caigo al suelo. Me levanto y forcejeamos hasta que ella cae. Se muerde los brazos y se araña la cara. Está llena de sangre. No puedo más. Llamo a mi compañera de guardia, apenas puedo respirar y padezco un ataque de ansiedad. Esa noche termino en el hospital y por primera vez no puedo acabar la jornada.

Así diez años, así apagándome poco a poco.

La odisea comenzó a partir de ese momento. Síndrome de Burnout dijo un médico, trastrorno de ansiedad dijo otro, depresión sentenciaron por fin.

No alcanzan mil palabras para narrar todos los acontecimientos vividos en esos largos años, ni el sufrimiento y la angustia experimentada en el proceso de despedida. Desde aquella noche supe que no volvería a trabajar allí.

Cuando uno es altruista y los ideales están en su apogeo, las bonitas palabras como igualdad, inclusión, autonomía, diversidad…, son la carnada perfecta para reclutar dóciles títeres, que trabajan lo impensable en jornadas maratonianas con sueldos de risa, por aquello que sueñan. Sin darse cuenta que ese falso deber los va sumiendo en el sacrificio de las valiosas conductas prosociales, mancillando la ingenuidad inmaculada para llenar los bolsillos de unos pocos, en nombre de las buenas causas.

La vida es digna de vivirla intensamente, sin miedos ni injusticias, sin culpa y sin vergüenza. Y esto no es compatible con el sistema laboral actual, que te arrastra a descubrir lo peor de ti en el momento que decides decir basta.

A pesar de todo, me siento agradecida, porque por fin pude liberarme de la gran mentira que me mantenía aletargada. Esa mentira que nos inculcan desde pequeños y que tanto daño nos hace.

«El trabajo dignifica» decía mi padre…pero NO el que te destruye.



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