Mosquetera no hablaba pero me entendía y yo trataba de comprenderla. En su vejez, rondando ya los treinta años, tenía la suficiente calma y paciencia para escucharme y aguantar mis inquietudes. Me encantaba irme con ella y preguntarle por su vida y las de sus compañeras de piara. Mosquetera era mi vieja y favorita yegua.
Ella me enseñó cómo funciona la «civilización» en una piara de yeguas: cómo se organiza la jerarquía, cómo se distribuyen los privilegios, cómo se educa a los jóvenes y hasta cómo se retira la líder cuando toma el mando otra más joven. Supo hacer elegantemente eso que a los humanos nos cuesta tanto, retirarnos a tiempo.
La vida en la dehesa parece fácil y, durante ciertos meses del año, lo es. Pero los meses de invierno y las horas centrales de los calurosos días de verano no son fáciles de llevar. Ella sabía y decidía cuando había que arrancarse para ir al abrevadero, cuando era el momento de buscar las sombras de las encinas para sestear o si, por el contrario, era mejor subir al viso de la loma para, con la brisa del solano, protegerse de las incómodas moscas. En invierno llevaba a su piara a los lugares de resguardo y, en verano, me había enseñado a buscarla en los sitios más frescos.
En sus buenos años, cuando las cambiábamos de cercado o las traíamos a los corrales, le gustaba ir delante y no dejaba que las potrancas, más jóvenes y rápidas que ella, le adelantaran. Les regañaba y, guiñádole las orejas y haciendo el ademán de morderles, les hacía guardar la formación tras ella.
Un día, de los primeros que careaban la rastrojera de aquel año, me contó que había parado un coche en el arcén, -justo por la vera de la cerca pasa una carretera y muchos coches paran a contemplar la piara de yeguas pastando-, habían bajado dos hombres y escuchó una conversación entre ellos que le sugería una pregunta para mi: ¿porqué no nos llevas de concursos morfológicos?
Un concurso morfológico de caballos y yeguas es como un concurso de mises, con la diferencia de que las mises están muy delgadas y los caballos y, sobre todo, las yeguas están gordísimos.
Empezé a explicarle que, para ir a ese tipo de concursos, teníamos que encerrarlas desde muy jóvenes en una cuadra, a partir de entonces apenas saldrían a los verdes de primavera ni, mucho menos, a las rastrojeras durante el verano. Que casi todos los días tendrían que trabajar a la cuerda y practicar el paso largo y derecho, el trote amplio y lo más suspendido posible y el galope en círculo, que tendrían que aprender a parar cuadradas y bien aplomadas delante de los jueces, que algunas se lastimarían las articulaciones o los tendones y que, en el mejor de los casos, tendrían que viajar en camión y vivir unos estresantes días en unas incómodas corraletas entre las prisas del jefe de pista y los nervios y carreras de los mayorales. Eso si, continué diciéndole, estaréis cepilladas a diario, con una alimentación de estrella michelín y no pasaréis frio en invierno.
Bueno, me dijo, y todo eso ¿para qué? Pues, le contesté, para que unos señores de chaqueta y corbata, muy serios, me digan cuales sois las más guapas y las que mejor os movéis, comparandoos con otros animales de distintas ganaderias.
Ya te entiendo, me dijo. Tu estás a diario con nosotras desde hace muchos años, a casi todas las has visto nacer y crecer, sabes cuales son las más guapas y las que mejor se mueven y, además, conoces el carácter de cada una de nosotras. Ya te entiendo.
La miré a esos ojazos de yegua española, le pasé la mano por la grupa y le di una palmadita de despedida. Ella siguió careando y creo que la convencí.
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