.- ¡Sí! Ese maldito le está comprando estas casas a su amante, una ramera barata que yo me encargaré de que le salga muy, cara. Se figuran que ya me vieron la cara de su pendeja, pero me los voy a coger a los dos juntos y muy bien cogidos. ¡Ya verán!
Dicho ésto trepó a su convertible de un brinco mostrando intencionalmente todo cuanto podía, además de su educación y finos modales para salir hecha la mocha cuesta arriba.
Comenzaba a correr la década de los ochenta del siglo pasado, yo llevaba pocos años haciendo mis primeros pininos en el negocio de la venta de casas. Cierto domingo mi madre tuvo un compromiso, así que me envió a suplirla en su guardia en un pequeño conjunto habitacional del sur de la Ciudad de México. El dueño, un arquitecto muy presumido, pagado de sí mismo y prepotente. Presumiblemente había querido muchísimo a su mamá, a todo cuanto construía se las arreglaba para enjaretarle el apellido de la dama.
El conjunto en cuestión no quebrantaba la dichosa regla. El terreno presentaba una pendiente con una pequeña planicie en el centro y tuvo a bien levantar dos residencias de cuatro recámaras cada una, pegaditas entre sí por uno de sus costados.
Es el caso que justo el domingo anterior se había presentado un cliente bastante exótico, excéntrico y aparatoso. Traía un Mecedes Benz convertible color rojo chillón. Se pavoneaba alegremente con la guayabera azulada abierta casi hasta el ombligo presumiendo su plano y velludo pecho entrecano, un tremendo medallón de La Guadalupana y tres cadenotas de oro sólido burdamente garigoleadas. No olvidó el Rolexote, de oro sólido, las botas picudas de piel de cocodrilo genuina y dos de las llamadas «esclavas» tan comunes entre los nacos adinerados de aquella época.
Nuestro personaje era la viva representación de un naco, un nuevo rico sin, educación, cultura, gusto, ni clase algunos. !Un verdadero peladote! La fulanita que lo acompañaba, portadora de un descomunal cuerpazo y una minifaldita que bien podría haberse usado como listón para un pequeño pastel, tampoco cantaba nada mal las rancheras. Eléctrica por vocación propia, destellaba la corriente desde la cabeza hasta los dedos gordos de los pies. Él la había presentado como su esposa, y sin casi reparar en las explicaciones y planes financieros de compra que mi mamá les había explicado, dijeron que querían las dos casas de la mesetita. Planeaban derribar los muros que las separaban para hacerlas una sola con lo cuál quedaría una super casota de ocho recámaras, seis baños, cuatro medios baños y dos escaleras juntititas, supongo que unas para subir y las otras para presumir.
El proyecto, además de evidenciar su pésimo gusto, carecía del menor sentido común, que dicho de paso, es el menos común de los sentidos. Se los explicó mi mamá, y también el mencionado arquitecto, que era avaricioso, muy ambicioso y mezquino, pero no estúpido ni carente del sentido de la estética y la correcta distribución de los espacios.
Todo fue inútil, se empecinaron en su natural estulticia y dejaron veinticinco mil dólares en efectivo para apartar las susodichas casas. Mi madre me había platicado de aquél absurdo poniéndome al tanto de todos los detalles de la operación de compra venta, así que cuando la suplí no me extrañó ver llegar otro Mercedes Benz descapotable. Éste de color azul rey, con una güera burdamente oxigenada, artificiosa, despampanante y muy vulgar preguntando por esas mismas residencias. Le informé que no se preocupara, que ya estaban apartadas con los veinticinco mil dólares dados la semana pasada, que todo era cuestión de que el Notario revisara la documentación para que pudiera celebrarse la compraventa, en efectivo, tal como había sido pactada. Ella cambió bruscamente su semblante y modos, de hecho comenzó a gritonear con voz chillona, entrecortada y poco comprensible. Me preguntó si su marido había llegado en un convertible igualito al suyo pero rojo y si iba con él una puta barata de pelos dorados. Semejante situación no me la esperaba, no había teléfonos celulares, así que no pude llamar para preguntar sobre el tema. Ella continuó su interrogatorio dando santo y seña pormenorizada de la forma de vestir de su marido, sus cadenotas, el Rolex y demás hasta que por fin espetó.
.- Mire joven, no se haga idiota, por no decirle algo más fuerte. Le voy a dar un par de señas que no tienen pierde: Mi marido tiene mal del pinto y esa maldita perra hija de puta, tiene tatuado un escorpión rojo en el tobillo izquierdo. ¿Cómo la va viendo desde ahí? ¿He? Revise sus documentos y verá que las casas están apartadas a nombre de un señor llamado Crisponsio Hank Lelo de la Rea y Astudillo. ¡Ufff! Todo un gran bodeguero de la Merced, que era el gran centro de distribución de alimentos en la Ciudad de México antes de que existiera la Central de Abastos. Sí, todo un personajazo, por más que apestara a loción 7 Machos convenientemente mezclada con sudor acumulado y aires de pretendida grandeza.
Aquella fue una de las operaciones de compra venta más aparatosas, accidentadas e incómodas que tuvimos. Para no hacerles el cuento largo, mis amables cuatro lectores y medio, les diré que la última señora, es decir, la verdadera esposa, terminó quedándose con la casa conyugal, las dos casas, los dos Mercedes Benz y algunos millones de pesos más.
La gran fortuna y suerte para los demás compradores en aquél conjunto, fue que la señora jamás habitó esas casas, finalmente las volvió a separar para rentarlas. Cosa que también hicimos nosotros. ¿Qué posibilidades hay de que un par de vendedores de casas se topen, en la misma propiedad, con el marido, la amante y la esposa? Muchas, muchas más de las que cabría imaginar, sobre todo si se toma en cuenta que la primera ya llevaba algunos meses pagando un servicio de espionaje para seguirle las huellas al conquistador. Ni hablar del peluquín, les cayó el chahuiztle. FIN.
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