Esa madrugada fue el golpe cívico militar, en mi pueblo nadie había dormido. En cada barrio había un grupo de vecinos reunidos construyendo retazos de información que nos llegaban por diferentes vías, el teléfono de línea era uno. En mi casa había sonado a las 3 de la mañana y me habían dicho, se lo llevaron al Lolo. Escondé el libro que te presté, si podés enterralo.
Mi madre comenzó a preparar café bien caliente suponiendo que ese amanecer sería una intemperie asegurada. Me parece verla con su camisón de algodón y sin cubrirse. Es que nadie tenía tiempo para pudores. Yo sabía que a primera hora debía presentarme en mi lugar de trabajo y por un momento me transpiraron las manos.
Al rato un auto se detuvo frente a la casa y bajaron dos muchachos, yo no los conocía, venían a buscar a mi hermano. Tenían en sus ojos un brillo húmedo. Mi hermano, comenzó a vestirse con ropa de calle y sin saludar subieron al auto y se fueron. Mi madre que escuchó el ruido del auto al marcharse salió a la calle pero no quedaban rastros, sólo algunos vecinos que habían decidido permanecer en las veredas fumando y conversando. Alguien dijo que esa misma noche el hijo de Carlos, el pintor de la otra cuadra, había sido abatido en Santa Fe, mientras regresaba a su vivienda en un colectivo urbano.
Se hicieron las seis de la mañana y yo sabía que a las 7 hs. debía estar en mi trabajo. Y sabía que allí mismo debería enfrentarme con el Capitán a cargo de la toma de la Casa Municipal. Pensé que ése era su botín principal, el gobierno. Sonó el teléfono, era mi Jefe, me avisaba que estaba en su casa y que como Intendente en ejercicio, le impedían llegar hasta el Municipio. Habían tomado el gobierno y él tenía una custodia en la puerta, y que se hallaba detenido en el domicilio. Que por favor me cuidara. Eso nomás, que me cuidara.
Yo era su secretaria desde hacía dos años. Pensé que para esa hora, mi oficina y mi escritorio habrían sido inspeccionados. Recordé que el Lolo el viernes anterior me había vendido el diario El Mundo con un desarrollo revelador sobre la muerte de Salvador Allende y el bombardeo al Palacio de la Moneda.Un diario al que yo estaba suscripta porque tenía unos suplementos literarios muy interesantes. Yo trataba de hacer memoria pero no podía recordar si lo había dejado en la oficina o me lo había traído a mi casa. Un sudor frío me recorrió el cuerpo.
Mi madre me miraba desde la puerta del cuarto. Me vio colgar el teléfono y me miró angustiada, le dije, “era el Intendente. Está en su domicilio, no lo dejan moverse de allí”.
-¿Qué vas a hacer vos? No debieras ir.
-Claro que no debiera- le dije.Igual comencé a vestirme y pensé en mi hermano, qué estaría haciendo, adónde se habría ido con esos muchachos que yo no conocía.Para esto, algunos vecinos se acercaron hasta la puerta de entrada que permanecía abierta y mi madre les sirvió una taza de café negro.
Sonó nuevamente el teléfono. Ya eran las siete de la mañana. Era un empleado municipal. Me pedía que me presentara en mi oficina. Que me estaban esperando.
Caminé hasta allá. La mañana comenzaba a despejarse desde el este. Mis piernas me pesaban. No quería llegar. Fue apenas al doblar una esquina y estar a menos de una cuadra, cuando vi los carros de asalto frente al edificio municipal y vi un grupo de jóvenes militares con ametralladoras. Seguí avanzando hasta que me hicieron lugar para que entrara.
Ya a las puertas de mi oficina me sentí sofocada. Como lo había imaginado el Capitán estaba leyendo el diario que el Lolo me había vendido. Levantó la vista y con una sonrisa protocolar me saludó extendiéndome la mano. Lo saludé como pude, tal vez sintió mi mano mojada por la transpiración. Sin preámbulos me dijo que me estaba esperando para que yo cumpliera con mi tarea de secretaria privada, muy brevemente me informó que sería el interventor del municipio y ocuparía el cargo de autoridad máxima por un tiempo.
Yo escuchaba todo eso sentada frente a él, mientras dos guardias con ametralladora nos custodiaban. Fue un impulso nada más. Me puse de pie y le dije, “disculpe Señor, pero yo bajo estas circunstancias, renuncio a mi trabajo”. Pude ver su sorpresa, trató de convencerme sobre el gran trabajo que haríamos juntos.Para mí todo se había acabado. Mi vida de militante, mi trabajo político, sólo pensaba en el diario que había caído de las manos del Capitán sobre el escritorio cuando yo había llegado. En mi cabeza sólo me repetía, “por favor…que no lo siga leyendo, que no se dé cuenta de que es un diario comunista”. El Capitán otra vez se puso de pie pero ahora en medio de un desconcierto por mis palabras, yo lo miré, y atiné a decir muy tímidamente, me retiro. Salí caminando sin volver el rostro al edificio que a partir de ese momento se convertía en un centro de persecución y tortura. Mis pies parecían que no avanzaban y mis oídos imaginaban pasos letales tras de mí, a la vez que resonaban las palabras “bajo estas circunstancias”.
Cuando llegué a mi casa, mi madre, aún tenía el camisón puesto. Estaba sentada con las manos vacías. Me vio entrar y se puso a llorar. Le pregunté por mi hermano. Me dijo:
-No ha vuelto.
-No te preocupes, ya vendrá- la abracé y luego me fui al patio a acariciar mi gato.
El sol ya se había levantado lo suficiente desde el este como para iluminar una verdad que nos llevaría años padecer. Yo pensaba en el Lolo y en el diario que había quedado sobre mi escritorio, desordenado, rogando mentalmente, que no se volviera un delator.
Mi hermano jamás regresó. Mi madre aún lo espera. Todos lo esperamos.
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