Camino hacia la puerta y pongo el cartel ‘Cerrado’. Cierro la puerta con la llave. Lo primero que hago es apagar el sonido del equipo de música que estalla el día entero entre rock y rap y suspiro la tranquilidad del silencio en mis oídos.

Llevo el cansancio en mis piernas, de estar parada desde las 10 de la mañana frente al mostrador. Es una sensación muy peculiar; siento el dolor en los huesos, pero al mismo tiempo, ese dolor, que anuncia el final de la jornada de trabajo, lo recibo con alivio, casi con felicidad. Pienso en una hora y media, estaré en casa, bajo la luz suave de la lámpara, acurrucada en mi sillón, leyendo la última novela de Ishiguro “El gigante enterrado”. Ansío ese momento de paz, una vez en casa, antes de cenar, y después del trajín del trabajo. Mi departamento, ubicado a unas pocas cuadras del negocio, es ideal para mi trabajo. Debo ser la primera en llegar y la primera en partir. No es difícil caminar esas cuadras de distancia; al contrario. A la mañana, me ayudan a prepararme a enfrentar el día, y a la noche al volver a casa, me ayudan a distender, a limpiar mi mente de la jornada que pasó, a olvidar los pequeños roces que hayan podido haber; con cada paso hacia adelante, voy ganando otra energía, una energía más íntima, más huraña, hasta que llego a ese oasis que es mi adobe.

Pero antes de partir debo cerrar la caja. Siendo la empleada con más antigüedad, soy responsable no solo de cerrar el negocio, pero de hacer el balance de la caja en efectivo cada noche. La tarea no es ardua, es simple. Una vez que verifico el balance del efectivo y de la computadora, detallo todo en una planilla, la firmo y la meto junto al dinero dentro de un sobre que sello y guardo en la caja fuerte. Al día siguiente la dueña, Amanda, se hace cargo de depositar todo en el banco y de copiar la planilla para enviársela al contador del local.

Con mi llave maestra, saco la caja de la registradora, evitando cortarme los dedos con el borde filoso del cofre metálico, y con cuidado lo apoyo sobre la mesa de madera en el cuartito de atrás. Allí, una mesa que muestra su edad en cada rasguño de la superficie y en el barniz que hace mucho ya no brilla, hace de escritorio a la noche y de comedor al mediodía. Una mesa donde nos hemos sentado a charlar, a comer, confesar nuestros secretos y hasta a analizarnos unos a los otros.

La caja, fría y angular contrasta contra la superficie cálida y pulida de la mesa. Un contraste que no es disímil al mío, una mujer ya entrada en años, en este negocio de ropa de adolescentes. Una mujer que aspira al silencio en este negocio donde la música grita constantemente para atraer a los jóvenes; una mujer que ya descolorida en sus sentimientos vende ropas con los colores más vivaces de la temporada.

Saco una de las planillas limpias del estante contra la pared y pongo la fecha y la hora. Escribo en cada columna efectivo, cheque, crédito y empiezo a contar los billetes y las monedas. Los cuento tres veces, cada vez haciendo varias pilas cada una de diferentes billetes. Cada vez, anoto la cantidad total y cada vez tiene el mismo resultado.

Luego hago lo mismo con los cheques. Sumo las cantidades y luego me fijo en el procesador de la caja registradora, el total recaudado en efectivo y en cheques. Me da un salto en el corazón y empieza éste a palpitar rápidamente, me falta el aire. Con movimientos bruscos, para los que no creía tener energía a esta hora del día, me fijo bajo la caja, esta vez levantándola en el aire, sin importarme si el filo cortará mi piel. Salto de la silla y miro en el piso poco iluminado, bajo la silla, bajo la mesa, por todo el corto camino desde la caja hasta el cuarto trasero, pero no encuentro el dinero que falta. Corro a la registradora, como si los minutos que transcurren, me los cobrarán a un interés exponencial.

Respiro hondo. Tengo que tranquilizarme y pensar. Me siento nuevamente. Si llamo a la policía, deberé responder a algunas preguntas. ¿Quiénes fueron los empleados de hoy? ¿Quiénes fueron los clientes de hoy? Y la más importante ¿Quién tuvo la oportunidad? Debo prepararme. Hoy, Mirta, Helena y yo fuimos las únicas empleadas en la tienda. Mirta y Helena están conmigo desde hace 4 y 9 años respectivamente. Les tengo plena confianza. Muchos adolescentes pasaron hoy por el negocio, pero sólo una treintena hizo una compra. Los otros no tuvieron oportunidad de acercarse a la caja. Hago una lista de nombres que pagaron con tarjeta y con cheque. Ellos son fáciles, tengo todos sus datos. Debo recordar las caras de los 10 que pagaron en efectivo porque no tengo nombres. Trato de pensar que oportunidades tuvieron cada uno de ellos. Traigo a mi memoria las caras de cada uno de ellos. Pero no puedo acordarme de todos. Repentinamente, recuerdo que Julita, la hija de la dueña del negocio pasó esta tarde y se acercó a la caja. Parecía nerviosa. Fui al cuarto de atrás a hacerle un té para tranquilizarla. Fue el único momento que la caja quedó sin mi supervisión. Julita se fue unos minutos más tarde, sin dar explicación de su visita, ni de la razón de su inquietud. Una angustia me cierra la garganta. Debo revisar la lista una vez más para asegurarme. Pero cada vez que lo hago, la imagen de Julita emerge con más certeza. Dejo la lista a un lado con disgusto. Por suerte no llamé a la policía todavía. Llamo a Amanda, la mamá de Julita.

-Hola Amanda, es Rosalía. Disculpe que llamo tan tarde, pero debo hablar con usted.

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