El grabador Cornelius trabaja en el taller. Es una labor clandestina porque teme ser descubierto por los comisarios del Santo Oficio. De ahí que trabaje de noche, al amparo de un único candil.

Cornelius pasa con maestría el buril sobre la plancha de cobre. Apenas la roza en algunas zonas y es vehemente en otras, creando un tramado reticular perfectamente geométrico que conforma expresivos efectos de luz y sombra. Con tal conjugación de trazos va surgiendo una imagen reconocible que será, en su momento, entintada y traspasada al papel con ayuda de una prensa. Solo resta concluir un último grabado para completar la serie, y es precisamente este en el que ahora trabaja con determinación.

Los grabados ilustraran un libro. No es relevante si dicho libro contiene doctrina reformadora y, por ende, contraria a la fe católica romana; o si se trata de un grimorio; o es obra lasciva que incita a las almas lujuriosas a mantener alguna contranatura práctica carnal. Lo trascendente para Cornelius es que consta como libro prohibido en el Index Librorum Prohibitorum promulgado por el papa Pío IV. Es consciente de que el brazo ejecutor del Santo Oficio puede presentarse en cualquier momento en el taller y sorprenderlo en plena faena herética o subversiva. Sabe que los registros por sorpresa son habituales en los talleres de grabadores, en las imprentas, en las librerías, en las bibliotecas particulares…, y se estremece con solo pensar que pueda ser detenido y expuesto, en auto de fe, a la ignominia pública. Cornelius teme más al escarnio que a la muerte en la hoguera, pues llevar un sambenito perpetuo o temporal arruinaría su reputación, sería apartado para siempre de la comunidad y caería el oprobio sobre toda su familia. Pero Cornelius no es más que un simple trabajador que tiene necesidades económicas, muchas bocas que alimentar e importantes deudas que saldar, y no ha tenido más opción que aceptar el peligroso encargo por el que espera ser generosamente compensado.

Cornelius calcula que al amanecer habrá terminado el último grabado. Entonces se deshará de las planchas dejándolas, como ha convenido previamente, en una oquedad que hay bajo el puente que cruza el río y volverá aliviado a su trabajo habitual en el taller, expedito por fin de pruebas que lo puedan comprometer y relacionarlo, de alguna manera, con el contubernio.

No teme que su estilo sea reconocido, porque talento le sobra para crear modos diferentes de expresión y, como es lógico, las planchas no irán firmadas. Piensa que si los grabados sobreviven al catártico fuego de los inquisidores y soportan intactos el paso del tiempo, seguirán siendo considerados, por las venideras generaciones, obra de autor anónimo, quedando por siempre en salvaguarda la honra de su nombre.

Tras muchas horas de meticuloso trabajo, Cornelius se encuentra fatigado, le escuecen los ojos, le vence el sueño. Casi sin darse cuenta se inclina sobre la mesa de trabajo y apoya la cabeza sobre sus brazos cruzados.

Mientras Cornelius dormita, los comisarios del Santo Oficio, por mor de anónima denuncia, apresan a los patrocinadores del libro prohibido, que no tardan en confesarlo todo. La acongojada visión de los hierros e instrumentos de mortificar ha contribuido persuasivamente a ello. Por lo que los comisarios del Santo Oficio consiguen con facilidad un listado con los nombres de todos los implicados: el impresor, el grabador, el encuadernador, los distribuidores, los potenciales compradores.

El brazo armado de la inquisición rompe, a embates de ariete, el portalón del taller de Cornelius, que despierta sobresaltado por los golpes.

— ¡Nos, inquisidores de la fe, a vos Cornelius, os declaramos preso en nombre del Santo Oficio!— sentencia con voz autoritaria el comisario jefe que, junto a un nutrido séquito, acaba de irrumpir en el taller para recabar las pruebas de su culpabilidad.

Cornelius cae de hinojos, gimotea. Las manos, que antes tenían el pulso firme, tiemblan ahora desgobernadas.

Le ponen grillos en muñecas y tobillos y, a trompicones, lo sacan fuera.

Una vez estudiado el caso, no halla el tribunal en la obra de Cornelius, pecado que no pueda ser escarmentado con la excomunión y la llevanza, durante algunos meses, de un sambenito. Pero es precisamente esta pena la que a Cornelius espanta. Hubiese preferido mil veces arder en la hoguera que verse imbuido en un gran escapulario, con el capirote en la cabeza, humillado y mortificado por la vergüenza, porque pretende el tribunal hacer público todos los procesos abiertos en un gran auto de fe que habrá de tener lugar en breve, en la plaza mayor.

Cornelius está confinado en una mazmorra. Su compañero de celda le habla. Le dice que no se aflija, pues nada hay que el príncipe y dueño de este mundo, no pueda obrar en favor suyo, si es que está dispuesto a firmar un pacto con él. Cornelius, abatido, responde que haría cualquier cosa por evitar lo que le aguarda. Sea pues, dice el compañero de celda, que abandona su aspecto humano y se transforma, ante la mirada atónita de Cornelius, en un ser escamoso y alígero. El demonio despliega entonces sus alas membranosas y se oscurece, aún más si cabe, la atenebrada celda. Extiende el demontre su garruda mano y agarra la de Cornelius que se estremece al sentir su piel mucilaginosa y fría. El demonio, con una uña infecta, abre la vena basílica de la muñeca de Cornelius y extrae una sola gota de sangre que estampa, a modo de signatura, sobre un papel verjurado. Cornelius entonces pierde el conocimiento y se desploma sobre el húmedo suelo de la mazmorra.

Cuando despierta está en el taller, echado sobre su mesa de trabajo. Mira a su alrededor: todo está en orden, pero tiene en su muñeca una pequeña herida que bien pudo habérsela hecho sin querer con el buril. Preso de una gran confusión Cornelius se pregunta si todo ha sido un sueño o si, por el contrario, cuando llegue el último día de su vida, tendrá la obligación contractual de entregar su alma al diablo.

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