Tenía un puesto de corbatas y gemelos sobre la calle Florida a unos metros de Lavalle. Justo en la esquina, se encontraba siempre Florencio Funes, que vendía y cambiaba dólares, de lunes a sábados, a todo aquel que pasase por allí. Con Funes tuvimos una ligera amistad, luego de que apareciera un mediodía con la idea de querer meterme algunos dólares y como el chamuyo le fluía de manera natural, logró convencerme. Luego de una rápida transacción, se ofreció a invitar el almuerzo con unos exquisitos sándwiches de atún y cebolla. El hombre no iba a dejar pasar así nomas a un valioso cliente. Porque al encontrar a alguien como yo por esa zona, sin nombrar a los turistas que eran por poco asaltados por Funes, había dado, sin querer, con un oasis cambiario.

Se lo notaba feliz ese mediodía, y no tardó en desbocarse contándome una anécdota que le había ocurrido un par de años atrás en la misma esquina.

Una mañana, como era de costumbre, entre el vaivén de caras que lo empujaban de un lado a otro, Funes le ofreció al voleo una venta a un transeúnte que pasaba por sobre sus narices y el hombre, que iba apurado, se detuvo para saludarlo diciéndole otro nombre que no era el suyo. Pero, como para él todo lo que brillara era oro, o en este caso, todo el que se cruzara y le diera pie era plata, le siguió el juego con tal de venderle. Y al marcharse, tras ese breve instante, el hombre le dio un fuerte abrazo y le dijo: ¡Estás igual, Carlitos!

Al día siguiente, Funes —atento al creciente río de caras de la hora pico— fue sorprendido, entre los empujones, otra vez por aquel desconocido luego de un fuerte abrazo y al grito de:

—¡Carlos! ¿Cómo te va? ¡Qué bueno verte!

Florencio ignoró la confusión de aquel tipo y, dejándose llevar por los empujones de la masa, aprovechó para venderle otra vez. Y el hombre lo llenó de una enorme emoción comprándole cien dólares, furtiva y clandestinamente, a mano suelta.

Así pasaron semanas, meses, y durante todo ese tiempo Florencio mantuvo con este hombre un trato diario, por mera confusión de este desconocido, por demás amistoso. En una ocasión invitó a Funes a su casa para cenar junto a su mujer, que aún lo recordaba a Carlos de sus años juveniles. Florencio anotó su dirección y teléfono y prometió ser puntual. Sin embargo el secreto que llevaba puesto como una mochila lo acobardó y no asistió aquella noche.

El lunes a primera hora, se escondió en un bar a esperar que pasara el horario habitual de los encuentros. Mientras se tomaba un café pensó que nunca se había encontrado a esa hora examinando el paisaje extenuante de todas las mañanas, y exento de todo aquello sintió una profunda emoción. Recordó a su amigo y trató de buscarlo entre la muchedumbre, y notó que todos tenían un aire a él en ganar espacio en el apiñamiento. ¿Cómo iba a saber más de aquel personaje matinal si nunca se había dado la oportunidad de examinar individualmente a nadie? Detuvo la mirada en un punto y observó con atención, en busca de alguna singular expresión que le recordara algo. Pero fue inútil. Pues había disminuido el grueso de la estampida durante la hora y media que se había pasado sentado en la cafetería. Y en un fatuo acto, recobró su actitud y se paró para volver a su lugar de siempre.

Después de esa mañana no volvió a ver a su amigo. Sin embargo no perdía las esperanzas de advertir su presencia entre toda esa gente que hacía el mismo camino todos los días.

En ocasiones llegó al punto de confundir su imagen con la de algún que otro transeúnte, pero al acercarse esgrimiendo apenas un molesto tartamudeo por ni siquiera saber su nombre, recibía sin excepción una brusca respuesta.

Analizó el sentido de lo que había experimentado, las ideas en su cerebro hacían una desesperada reflexión. Desde la penuria nació un ardiente deseo por verlo y recordó que tenía su número y dirección anotados en un papel. Tenía ahora la esperanza de dar con su amigo. Tomó el número y se abrió paso entre la gente en busca de una cabina. Marcó los números y lo atendió una mujer con voz ronca que le comentó el desafortunado hecho. El hombre había tenido una muerte rápida al caer del tren en pleno movimiento a causa de un asaltante, y sin más detalles la mujer le preguntó con voz triste si era Carlos quien llamaba. Dejó caer el mentón sobre su pecho y asintió con voz cortada.

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