Aquí nunca pasa nada

Aquí nunca pasa nada

Pedro Diaz Muñoz

11/03/2019

Es lo que dice Montiel mientras se asoma a la ventana y contempla el solitario barrio residencial donde vive.

Enfrente, en el número ocho, hay una familia rusa. La mujer es una alta directiva a la que a diario recoge un cochazo negro blindado, después de que unos tipos atléticos con gafas oscuras y un auricular incrustado en la oreja hayan peinado el terreno descartando cualquier posibilidad de asalto violento. El marido, sin actividad aparente durante los 360 días del año en que no nieva, deposita bolsas de basura en un cubo permanentemente colocado en su acera y saca, pasea y mete sucesivamente un Mini rojo en el garaje, sin saberse muy bien a dónde va cuando lo tiene fuera. Y esos pocos días de nevada, se levanta muy temprano y limpia cívico y febril, con aparejos adecuados, la capa blanca depositada en su acera, para evitar resbalones de los rarísimosviandantes.

A su izquierda, en el once, habita un sueco, muy aficionado a las mujeres orientales: han sido sus sucesivas parejas una japonesa, una india y una coreana, todas discretas, educadas y muy sonrientes, pero apenas capaces de comunicarse en ninguna de las muchas lenguas que se hablan en esta calle babélica.

Un par de portales más abajo, en el cinco, pronto atrajo su atención una pareja polaca recién llegada. Altos, guapos y jóvenes, con flamantes alianzas matrimoniales que destellan hasta en esas tardes grises de niebla tan frecuentes en esta tranquila ciudad centroeuropea.

Encima de ellos vive solo un americano que trabaja en la banca. No se le conocen amigos, ni amigas, ni devaneos amorosos. Al extremo de que al perspicaz Montiel le ha dado por pensar que será alguien con una patología relacional y que necesitará acudir a satisfacer sus impulsos libidinosos en el cercano cabaret de L’Etoile.

El segundo piso del seis lo ocupa un danés rubio y barbudo que sale a correr cada mañana y, en los días soleados, exhibe en su terraza su delgado cuerpo bronceado, apenas oculto por un breve bañador amarillo, en el que se perciben costillas, clavículas, rodillas y demás huesos, como si de un modelo escolar de anatomía se tratara.

Dos portales más arriba, en el diez, vive una familia hindú muy numerosa; aunque es imposible saber el número de hijos que la componen porque todos se parecen como gotas de agua. Regentan el popular restaurante Royal Bengal, ubicado en la trasera del inmueble, que expande alrededor aromas de curry y se abarrota los fines de semana con una diversa clientela multirracial.

Llegando a la esquina, en el dos, unos macedonios gestionan un colmado en cuyas estanterías se agolpan desordenados unos pocos productos, en su mayoría caducados. Dos cajones congeladores con las puertas correderas totalmente empañadas, guardan un contenido invisible desde fuera. Los flamantes BMW y Porsche que aparcan en su entrada denotan una prosperidad incompatible con la mínima clientela que visita la tienda y osa arriesgar su salud comprando algo en ella.

Una pareja luxemburguesa asegura la escasa cuota nativa en esta comunidad global. Ambos jubilados, reciben la visita de hijos y nietos los domingos; los días soleados aparcan coches de época delante de sus casas, y pasan largas temporadas en su casa de vacaciones en la Provenza. Un sábado al año, tras avisar a todo el vecindario de la trasnochada que planean, organizan una fiesta de cumpleaños que nunca se alarga más allá de las 10 de la noche. También son tolerantes con los ensayos de trombón del hijo de Montiel, siempre que se terminen antes de las siete de la tarde, hora oficial de la cena.

Como su nombre indica, Pepin le Bref es una calle de un solo tramo de unos doscientos metros. Empieza en el número uno y no llega más que al quince. Su ligera pendiente representa un reto para los ciclistas que la recorren en dirección ascendente. Si bien, gracias a esa suave inclinación, disfruta del privilegio de la visita inmediata de los servicios municipales de deshielo en días en los que la escarcha cubre el pavimento.

Sí, suele bromear Montiel, aquí nunca pasa nada. Y en efecto, son muy pocos los sobresaltos que ha detectado a lo largo de los muchos años vividos en este microcosmos urbano.

Porque Montiel no estaba allí aquel sábado temprano cuando la novia coreana del sueco abrió la puerta a la japonesa y a la india y propinaron una soberana paliza al hombre, mientras dormía su borrachera, diciéndole diversas lindezas, como pervertido, hijoputa. Todas en una lengua que, ahora sí, todo el vecindario oyente pudo entender.

Y estaba en el trabajo esa mañana de viernes cuando la policía detuvo a balcánicos e hindúes por asociación en blanqueo de capitales. Fue una denuncia de la pareja local que pasaba el día espiando detrás de los visillos.

Y siempre le pilla durmiendo cuando, mientras el polaco conduce al trabajo, su atractiva mujer sube de tres en tres los escalones hasta la vivienda del americano y pasa allí un rato intenso a juzgar por los sonidos que un atento testigo escucharía.

Y si diera una vuelta observadora por la calle trasera, tras pasar delante del Royal Bengal, vería a través de las ventanas al exhibicionista danés y al marido ruso pegados a sus ordenadores. Aquel traficando imágenes comprometidas y este alimentando las redes sociales con malintencionadas patrañas.

Pero él no se entera: Seguirá pensando que lo único que pasa aquí es ese camión de basura que, una vez por semana, recoge los cubos negros herméticos e inodoros que los vecinos dejaron en sus puertas la noche anterior, provocando un escaso minuto de impaciencia en los dos o tres vehículos que la transitan en ese momento. Y que tan solo un día al año, el anecdótico movimiento rodado queda bloqueado unas horas al paso de los corredores del maratón popular, que a esas alturas de la carrera, kilómetro 35, ya no pueden con su alma. Y forman un procesión dispersa, intermitente y lastimosa en su inhumano y absurdo trote cuesta arriba.

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