Me falla la memoria, pero no es que tenga pequeños despistes, no. Es que se me olvida qué he comido, quién es mi familia, dónde vivo. Que tengo al señor alemán, vamos, pero no lo hablo con nadie. Cuando viene mi hija a verme le digo que lo que me pasa es que de la gente que no viene a verme no me acuerdo, y así no sufro.
Es jueves por la noche y bajo a la plaza. Me siento en el segundo banco por la izquierda, muy cerca de la fuente. Me enciendo un cigarro. Ya no caen las hojas sobre la plaza, ha terminado el otoño. Me acuerdo de mi madre. Ella siempre tenía frases ocurrentes. Decía que los barrenderos debían de tenerle manía al otoño.
Llevan con esta obra dos meses. La escena más constante e invariable estos días ha sido la de esta fachada en proceso de renovación. Esta semana han descendido un poco la redecilla verde. La plaza se detiene del todo por las noches, justo después de mi visita de las nueve en punto. Respiro aliviado y pienso en que el invierno hay que vivirlo en la calle. Vengo aquí porque el río está contaminado y turbio. Los cruceros lo han jodido todo, y los coches que no paran de circular a ambos lados de la ribera. El Danubio es marrón, incluso en los días de sol, solo que en estos días el agua brilla y la sensación es distinta. A veces me pregunto cómo sería el río antes de la guerra o cómo se imaginará el Danubio azul un extranjero. No un extranjero como yo, sino un francés, un irlandés o un italiano. Todo parece en abandono a esta hora: el quiosco de las bebidas, la cafetería Lumen, el estanco, la farmacia. Todo menos la biblioteca de Medicina.
Hoy hace treinta y cinco años que no veo a Lilla.
Lilla estuvo una vez recostada sobre mí en este mismo banco. En el fondo del cine, caminando por el puente, en los jardines de la isla. Lilla, Lilla, Lilla. Cuando salía el sol íbamos al parque o al zoo. Yo no tenía ni idea de amar, pero lo intenté, por primera vez, con ella. Y siempre ha sido ella la que le dio sentido a las escenas inconexas de mi vida.
Cuando llegué a Budapest de mi Rumanía natal no entendía una palabra de esta lengua endiablada, me quedaba en casa de un primo segundo, y buscaba desesperadamente una habitación por el centro. En el transporte público, siempre había alguien que me abordaba en húngaro para pedirme el asiento o para cerciorarse del nombre de alguna parada. Yo no entendía nada, actuaba como un sordo que quiere cooperar al entendimiento y se esfuerza en estar a la altura del contexto.
En esta plaza entendí mi primera frase magiar, en boca de Lilla:
–Perdona, ¿Esta es la plaza Mikzáth Kálman tér?
Yo tenía sentado al lado, en el banco, a un señor que sintonizaba una pequeña radio buscando algún canal musical, pero en ese momento solo escuché, palabra a palabra, el dulce sonido de una voz diferente a cualquier otra y el agua cayendo cada vez con más fuerza en la fuente. Y yo entendía su expresión, manaba de sus pupilas y del rostro. Tenía la respuesta afirmativa perfecta para su pregunta. Igen.
Lilla solía decirme que me iba a desgastar por los pies. Después de dejar de trabajar como técnico de mantenimiento en la estación de Keleti me dediqué a algo que nunca había hecho antes: pasear, sentirme turista en mi propia ciudad. Éramos felices. Yo cocinaba col rellena, pimientos al horno o crema de calabaza; ella me hacía zumo de naranja por las mañanas, antes de irse a la Escuela de Traducción. Lo máximo que planeábamos era la primera mitad del día. No nos veíamos caer.
Me falla la memoria, pero no es que tenga pequeños despistes, no. Es que se me olvida qué he comido, quién es mi familia, dónde vivo. Pero no lo hablo con nadie. Cuando viene nuestra hija a verme la digo que lo que me pasa es que de la gente que casi no hace visitas no me acuerdo, y así no la preocupo. Me han dado esta libreta para que escriba las cosas y no se me olviden. Pero ahora no quiero escribir. Es como si mi corazón coreara un estribillo vacío. A veces siento que tengo los ojos llenos de música, que por fin llamo a las cosas por su nombre. Soy el señor que sale en manga corta a pasear al perro, enseñando pierna, con la prensa atrapada en un brazo, y la señora que aún vive en un cuarto sin ascensor, encorvada como un girasol marchito, el repartidor que nunca entrega a tiempo el paquete, la dependienta del estanco que nunca saluda. Soy todos ellos cuando les tengo cerca, podría ser cualquiera de ellos.
Ya me lo decía mi mujer: «te vas a desgastar por los pies, paseando, paseando la ciudad». Pero se equivocó: se me han desgastado los recuerdos y la ciudad tan solo me ha dejado a Lilla como la música extraña y pegadiza de una fuente apagada en invierno.
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