LA CALLE DE TUS MILAGROS

LA CALLE DE TUS MILAGROS

Foto: Diego Cousillas Atelier

Los milagros se acabaron cuando te dio por morirte. Era junio y en lugar del calor habitual, las nubes lloraron con nosotros tu extraña partida. Decían que te habías llevado la alegría de todos, con tus ojos verdes y esa juventud eterna, congelada en la foto que el abuelo puso solemnemente en el recibidor. Siempre me pareció que era su forma de demostrarnos que había cerrado su corazón. Nunca volvió a jugar con nosotros, ni a invitarnos a pasear. Nos tocaba la cabeza rápidamente y nos regalaba una moneda de peso, sin mirarnos a los ojos, como si la culpa no lo dejara respirar y fuéramos una visión que lo atormentaba.

Te guardamos luto por mucho tiempo. No podíamos jugar, ni reírnos, ni oír música, y menos ver al «hombre increíble» en televisión. A mí me dejaban leer, porque pensaban que no era divertido. Me sentaba en el quicio de la ventana y allí me entretenía con las pacatas Mujercitas y el valiente Corazón, el de Edmundo. Cuando mi mamá no estaba cerca, hojeaba sus revistas de adultos. «Pecado Mortal» era mi preferida, no por la escenas sexuales que, aún no me producían interés, si no por las historias desgarradoras que se parecían tanto a nuestra realidad.

Marzo llegó teñido de tristezas para todas. Siempre nos reuníamos las cinco, bajo el guayacán rosado que estaba justo al lado de la casa de la abuela, a una cuadra de la mía y a dos puertas de la de ustedes. ¡Cómo las envidiaba! Esa larga avenida, llena de árboles, era su reino.

Tu mamá con tal de no verlas revoloteando por toda la casa, las dejaba jugar con los niños del barrio,»Catapis» y «Chucha. Ese juego que se trata de correr, en el que eran expertas, desde que ella empezó a pegarles por todo.

Yo las envidiaba porque se tomaban la vida por asalto como a los jardines de los vecinos de donde se robaban esas flores amarillas, con unas púas diminutas, que se parecían tanto a nuestra vida. Es que, desde que te dio por morirte, tu mamá la emprendió contra tus hermanas. Siempre había un motivo para castigarlas. Lo más horrible eran los insultos y los objetos lanzados al mejor postor.

Eran algo salvajes, la verdad sea dicha. Cuando íbamos al parque a montar en columpio y mataculín, a mi hermana y a mí nos tiraban un poco del pelo y nos ensuciaban la ropa que mamá nos compraba. Ya sabes, ella siempre fue muy elegante, no sabía ser niña y por eso nos vestía como señoritas impecables que nunca se subieron al árbol de la esquina, ni hicieron guerras de bombas con agua en el solar de la casa y, mucho menos, cogieron insectos para diseccionarlos, por lo menos, no de pequeñas.

No supimos cuando fue que el cuerpo nos cambió y empezamos a sentir ardores. Ya no nos escondíamos de los chicos, o mejor dicho, nos ocultábamos con los chicos a besarnos. Un día Mara me empujó la cabeza tan fuerte, para avisarme que venía mi mamá, que se me quebró un diente. ¡Cómo te hubieras reído!, pero te dio por morirte.

Te perdiste muchas cosas. No supiste que la abuela se fue para Estados Unidos y nunca volvió. Años después empezó a enviar fotos acompañada de un señor. El abuelo jamás la dejó entrar a la casa ni siquiera a saludar.

Los milagros volvieron muchos años después, estoy segura que los trajiste el día que te nos apareciste en la cocina de la casa de tu mamá. A los pocos días ella se fue y los golpes terminaron. A mi padre lo encarcelaron y no nos volvió a tocar.

El guayacán sigue ahí, a veces florece y otras se ve tan seco que creemos que nunca renacerá, pero lo hace.

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