Un sueño familiar

Un sueño familiar

Toño Araujo

11/03/2019


Otra vez el mismo sueño. Camino por una arboleda con un maletín en la mano. Dos niños que juegan en el parque, al verme, dejan sus juegos y vienen corriendo hacia mí. Cuando me alcanzan, se agarran a mis piernas y gritan papá. Debo de ser un señor mayor.


El soportal, de madrugada, parece un cementerio. Como zombis, esperamos sentados en su frío a que llegue el autocar que nos lleva a la escuela. La carretera, las sombras, los edificios, están teñidos por esa luz eléctrica, ámbar y triste de las farolas. El autocar llega, los zombies nos subimos y nos lleva hacia un punto de fuga a la derecha. Luego continúa ya fuera de la vista su ruta cotidiana: Puente de Segovia, Calle de la Princesa, Ciudad Lineal, Arturo Soria…


En la linde izquierda del sueño hay una línea discontinua de almendros y bancos de madera, entrañables abuelos y padres relajados que conversan. Detrás de los bancos y de los almendros está el parque donde los columpios juegan con sus niños. Yo ando por el camino, una recta sin fin cuya cubierta es la fronda de sus árboles. Mientras intento zafarme sin demasiada intención de mis dos lastres chillones, oigo una voz de mujer que proviene de mi espalda y me llama por mi nombre. La voz se acerca, me giro hacia ella, me planta un beso en los labios y me llama despistado. Debe de ser mi pareja.


La tarde de mi calle es un caracol arrastrándose despacio por la acera. A veces juega al fútbol, o una partida de canicas, o emboca una bolita en un hoyo de golf improvisado en un rectángulo de tierra, a golpes de varilla de paraguas roto. A veces se desloma con el churro, media manga o mangotero. A veces forma dos filas de niños, y uno dice un número y sujeta un pañuelo, y dos salen corriendo en busca de este, y el más rápido lo alcanza y se lo lleva, o si llegan a la par dudan, amagan, se miran, y el valiente se decide, lo atrapa y se apura mientras el otro, pillo o pardillo, sale detrás y lo da caza o lo ve escurrirse con la gloria en sus manos. A veces cuenta con los ojos cerrados apoyándose en el tronco de un árbol más viejo que ella y la ciudad, y esconde a los niños, y luego los busca mirando a todas partes mientras detrás de los coches, en los ángulos muertos de los soportales o en el lado oculto de los troncos, los niños buscados esperan la ocasión de salir corriendo sin ser vistos para tocar el árbol casa y decir su frase salvadora, por mí y por todos mis compañeros, pero por mí primero. A veces la tarde se sienta en el soportal y el caracol se aleja mientras ella piensa en cómo pasar el tiempo.


Aquella voz de mujer que me llamaba se ha colgado de mi brazo. Me habla de su día en la oficina, de las peripecias de colegio de los niños. Me pregunta qué vamos a cenar. En mi mente la respuesta es lo que madre haya hecho, de mi boca sale un qué tal si pedimos algo.


Algunas noches, si el calor aprieta, mi edificio se sienta en el soportal a tomar el aire. Sus conversaciones son como un murmullo de verano, un chiste malo que contagia la risa, un plan para hacer algo diferente, un cotilleo compartido que transmuta en la cadena de sus voces. Los perros en la calle pasean a sus dueños, los coches que no duermen persiguen su luz blanca y van dejando un rastro rojizo en el asfalto, los semáforos pintan tricolores los cruces, los sauces sisean a ráfagas de brisa, los balcones se asoman, las ventanas se apagan, las hormigas caminan en fila india, los gatos se deslizan sigilosos por las sombras. Cuando el portal bosteza, subimos a las casas a dormir, cada uno en la suya y Dios en la de todos. Y poco a poco, el sonido de las puertas que se cierran deja paso al silencio.


Cruzamos el semáforo. Dejamos atrás el parque y entramos en las calles estrechas. Me dejo llevar a donde sea que el sueño me lleve. Giramos hacia una calle de aceras diminutas y edificios bajos. Avanzamos unos pasos y entramos a un angosto portal. La luz alta del techo deja reflejos esterilizados en el mármol de las paredes. Subimos por una escalera blanca. Entramos en una casa, que debe de ser la nuestra. Los niños despegan sus ventosas de mis piernas y marchan a sus habitaciones. Mientras la voz de mujer se cambia de ropa en el dormitorio, aprovecho el momento para contemplar las fotografías que hay dispuestas sobre una repisa en el salón. Son fotografías familiares, de los niños en el parque, de un bautizo donde un hombre, que debo de ser yo, sostiene a uno de ellos sobre la pila bautismal; de los cuatro posando delante de la puerta del zoo, de madre supongo que conmigo vestidos de gala en lo que parece ser mi boda, de otras personas que deben de ser familia. Me acerco al mirador y contemplo la calle que está mirando. Es algo más estrecha y menos transitada que la mía. Las luces son iguales, de un naranja ciudad, las hojas de los chopos en fila juguetean con el viento, los perros caminan distraídos, sus dueños hablan por teléfonos móviles, un hombre arrastra su carro de la compra, una mujer arrastra su maleta, una hoja caída es arrastrada por un golpe de aire. Bajo la persiana y regreso a las fotografías. Hay una algo más grande colgada en la pared. Es un retrato mío que no recuerdo haberme hecho. Parece reciente, quizá tuviera doce, trece años ahí. Se ve que me pillaron por sorpresa, por mi expresión confusa. La voz de mi pareja regresa del dormitorio, ya en pijama. Me pregunta qué hago mirándome en el espejo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS