Una instantánea en una mirada

Una instantánea en una mirada

Me gustaba pasear por esas calles de Vegueta, contemplar a la gente en su día a día, descubrir en sus rostros los pesares de sus historias, sus alegría y tristezas. Ver como en sus miradas corría el tiempo a juntarse con sus deseos. Poder robarles un trozo de su efímero pasado en un instante en que todo se detiene. Parece que en esta caja de sombras todo lo controlaba yo. Iba construyendo un mundo de imágenes y expresiones congeladas donde nada era imposible.

Creando un sueño eterno y perpetuo donde el tiempo se posaba despacio en un lienzo. Cada rincón de este laberinto de callejuelas tenía algo que contarme, algo que susurrarme, pausadamente, sin prisas. Dejando que esa belleza en movimiento empapase mi alma.

Sentía que esas piedras llevaban décadas contemplando la vida pasar como centinelas inmóviles de un ejército de sueños.

Y de la nada apareció ella y vibró el espacio. Temblaron mis dedos en cada minúscula pulsación en que el latido era solo una cuerda invisible que me arrastraba a ella.

Alguien en una esquina tocaba una música con una sonrisa, contaba sus aventuras de joven, de sus amores perdidos, sus secretos más íntimos. En sus canas se palpaba una vida llena de sorpresas.

Hace un sol radiante y se respira una mañana de alegrías.

Ella lo miraba pensando que tal vez algún día a ella también le dedicaran una melodía de amor y fantasía. Una moneda salió volando para caer en su sombrero, estaba contento, pues había elegido una buena esquina para seguir sobreviviendo.

Los turistas se habían adueñado del empedrado de piedra, dejando sus huellas por todas partes, devorando la historia, descubriendo que Colón estuvo en esas calles antes de partir hacia las américas. Alguien busca el campanario de la Catedral de Santa Ana, desde su torre se puede contemplar una magnífica vista de la ciudad vieja, con los barrios acostados en las faldas de los barrancos.

Y ella le señaló que, subiendo aquella calle de paredes enfoscadas, daría con su puerta. Era una mujer elegante y sofisticada. Se movía por esas calles como si fuera parte de ellas. Su sonrisa de niña y su mirada de princesa le daban un aire de actriz que me evocaban a la ya fallecida Audrey Hepburn. Parecía que el pasado se había fundido con el presente en su afán por seguir resucitado.

Segura de sí misma dejaba que su mirada se posara en los silencios, y hacía que las cabezas de los caballeros giraran para contemplarla. Hasta las damas más refinadas no podían evitar fijarse en ella. Era como si en su presencia el tiempo hubiera rejuvenecido las calles, que ahora brillaban como espejos. Nos hablaban de un tiempo de carruajes tirados por caballos, de saludos con sombrero, trajes de encaje con paraguas y algún que otro chiquillo con gorra jugando con el viento.

Se aspiraba un cierto aire de nostalgia, fresco y dulce, que me invitaba a seguir en movimiento. Desde una terraza me llegaba el olor a café recién preparado. Las bocas regalaban sonrisas y ese oro negro descendía por las gargantas para animar las tertulias.

Anécdotas, risas, algún que otro cotilleo y, cómo no, ella.

—¿Quién era ella?, se paseaba por esas calles como si fuera su dueña.

Como si el tiempo y la primavera la hubieran elegido a ella para mostrarnos su enigmático misterio.

Al final de la calle se escuchaba un barullo de gente, transeúntes de aquí para allá cargando bolsas de un puesto a otro. Era el mercado de Vegueta, con sus frutas frescas y su pescado recién llegado de alguna barca cerca del puertito San Cristóbal.

Esa mezcla de sonidos vociferantes que llenaba el ambiente de ecos infinitos, hacía despertar a mi niñez, pues era lugar de peregrinación de mi padre para comprar fruta y verdura cada fin de semana.

Una señora sentada en una silla me ofreció un número de la suerte. Le sonreí, tenía la cara surcada por la vida, unos ojos profundos y unos labios perfectos.

Y en un banco esa mujer se insinuaba a mi cámara como si de dos buenos amigos se tratara. Se había puesto un vestido negro, unas gafas grandes de sol y un pañuelo en la cabeza que la hacían más atractiva y misteriosa. Me dijo:

—Ahora soy sólo para ti.

A parte mi ojo del visor y la observé unos instantes, la observé con atención mientras me regalaba su sonrisa. Todo se hizo de color.

Y la Vegueta de mis fotos en blanco y negro se transformó en el ensordecedor y mundanal ruido. La magia acabó, pero seguirán sus muros y paredes mirándome de reojo mientras yo me guardaba el sigilo y el misterio de amar con ellos.

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