La calle frente a mi casa es un sendero de tierra y sembradíos que se abren hacia un horizonte. He llegado a este lugar cuando los días soleados han conjurado el invierno. Sin embargo, las noches castigan la ilusoria estampa primaveral con un frío intrusivo, que me hiela los huesos.

Desde el amanecer se posa la luna en el cielo esclarecido, y así permanece, desafiante, hasta la noche. Cada cierto tiempo, durante el día, una estampida de pájaros hace su vuelo recreativo, y pasan frente al balcón afanados con sus piruetas sincronizadas. Parece que se burlan de mi terrestre vida, pesada y condenada a la fuerza gravitacional. O quizá es mi envidia al contemplar su libertad y acomodaticia tolerancia al clima salmantino.

Cada vez que despierto en este piso, veo por la ventana esa calle rústica y fértil frente a mí. El silencio que la acompaña es más extenso que su metraje. Y la ausencia de transeúntes no se echa de menos. Así es su belleza, soleada o gris, con sus campos cultivados, que aquellos pájaros adornan mientras los bulbos florales de los cerezos se acobijan del invierno. Solo he visto un hombre ir y venir por la explanada calle. Es el que esconde semillas en esas tierras, engalanadas con bosta de cabras y vacas. Allí, frente a mí, se repite el milagro ancestral de la siembra y podré ver su fruto en unos meses desde el balcón de mi piso.

Mientras todo ocurre afuera, yo me amoldo al espacio interior iluminado. Resguardo en calor el cuarto donde duermo. El sol me ayuda, al dejar caer sus trenzas sobre mis sábanas, y en la sala, sobre el sofá. En ese instante del día se relajan mis hombros, la espalda, mis manos, mis pies.

Cuando la calle con sus campos están cubiertos por nubarrones, de los rincones de mi piso hago un uso apurado, incluso fugaz. El frío me toma casi siempre. Excepto en la cocina. Me gusta encender las hornillas a fuego lento para guisar. Eso alivia mi cuerpo; y los caldos, me reconfortan hasta el alma.

Con el paso de las semanas, he ido entendiendo qué ropaje usar adentro y afuera de la casa. No puedo pretender, aquí, andar casi en cueros. (En la isla, donde viví veinte años, está lloviendo mucho. Cuando allá llueve, si es de día hace más calor; y en la noche, apenas se refresca el sueño).

No me había atrevido a caminar por la calle frente a mi casa. Pero un día, de esos muy soleados, cuando los pájaros hacían su presencia en altavoz, y el sol ya estaba por despedirse, tomé el abrigo y comencé a andar a través de ella. Solo puedo decir que la soledad de ese sendero se acomodó a la mía y me sentí acompañada por su belleza.

Casi todos los días barro el piso donde vivo en Mozárbez. A pesar de tener las ventanas cerradas, selladas, siempre encuentro abundante pelusa, regada por todos lados. Me he puesto a pensar que son los desechos de mi cuerpo: la piel muerta, el cabello inerte y hasta las lágrimas sueltas de improviso. Pero ya no me asusta ver, ni en el suelo, los vestigios de lo que el desgate del tiempo implica. Estoy en un lugar cuyas calles son tierras feraces, abonadas por desechos, polvo, hojas pulverizadas por el clima invernal, e incluso por los cadáveres de los gusanos, que siempre revientan sus estómagos con gula. De todo esto me alimento, con todo voy siendo y muriendo. No siempre podremos ser el que contempla.

Mi piso se parece cada vez más a la calle del frente. He logrado que esté tan ordenado, como las zanjas ricas donde aquel señor ha lanzado las semillas. Mi techo me ha resguardado de la incertidumbre, como el cielo soleado u oscuro que resguarda a esos campos del estancamiento. En mi cocina tengo frutas, verduras y vinos que han nacido de esos vergeles. (Y tengo una pequeña bolsa de café, traída de mi tierra, que me hace sentir menos lejos de sus simientes).

En mi piso, también he puesto flores y plantas. Al igual que yo absorben el calor y la luz que nos invade desde la Calle Mayor de Mozárbez.

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