Hace un tiempo adopté algo así como una terapia personal que me ayude a sobrellevar el tiempo, los problemas personales de la vida y la vida misma. Esta terapia también me sirve para reflexionar sobre lo afortunados que somos los seres humanos, aunque a menudo no nos demos cuenta. Es sencillo, los sábados después del medio día al terminar mi jornada laboral, emprendo una caminata de unos cuantos kilómetros antes de regresar a casa, con la batería del móvil cargada ya que de vez en vez lo saco del bolsillo para capturar imágenes que me llamen la atención o simplemente me hagan vibrar el alma.
Como la imagen de una flor silvestre que crece en medio del cemento, en un lugarcito verde entre autopistas y edificios, como en rebeldía, me recuerda que la naturaleza así como la vida se abren paso desafiando lo preestablecido.
Esa flor ciertamente se disputaba mi atención con la catedral. Si, una catedral imponente a mi espalda susurrándome al oído, gritó luego y se hizo sentir hasta que miré en su dirección. Allí estaba contando historias de siglos pasados, como un recuerdo vivo de quien cree y espera en la fe, cualquiera que esta sea. un día entraré a ella, hoy solo estoy de paso.
Esta tarde, debí apresurar el paso porque en el cielo se vislumbraba un posible aguacero, lo noté al capturar la cima de la carpa de un circo que traía a mi me memoria aquellas épocas de niñez despreocupada en la que mis padres procuraban darme algo de felicidad. Hoy, extrañamente siento algo de miedo al entrar a uno de esos circos y no encontrar allí esa felicidad del pasado.
Seguí caminando, reflexionando, guardando en la memoria del aparato móvil aquellas postales sin ninguna pretensión, quizá con la esperanza de verlas en mejores días. Quizá al llegar la noche las borre y no quede evidencia alguna de este juego mental, sin embargo, en mi ser estarán siempre, las postales y el momento, las fotos y los recuerdos que trajeron a mí, y la calma temporal que me brindaron. Eso no se borrará nunca de mi mente.
Aquí viene el gran aprendizaje de esta jornada, viene la enseñanza de la vida como arco iris que se deja ver después de la tormenta.
Justo antes de intentar eludir la lluvia que se avecinaba, un poco cansado ya de caminar, me disponía a cruzar un bulevar al final de un pequeño parque, y allí estaban ellos, los vi sentados en calma, con esa tranquilidad que solo da una vida que al final de sus días está muy por encima del bien y del mal, sin los afanes típicos de los transeúntes, sin el afán que te acosa cuando quieres llegar a tiempo al trabajo, o cuando debes regresar a terminar las obligaciones del hogar, sin tu afán o el mío.
Ella sostenía un helado y él sentado sobre la banca de ese parque le hablaba y acariciaba su cabello. Sentí que mi corazón se hinchaba y al mismo tiempo se arrugaba al presenciar tal escena, esa ternura infinita y un amor que a pesar de los años seguía tan vivo, tan intacto, invicto.
Me cuestioné muchas cosas, las preguntas iban y venían, ¿cuántas batallas debes ganar para llegar al final de tus días con la persona que amas?¿cuál es la cantidad exacta de errores que debes cometer? ni uno más, ni uno menos para que al final tengas tanta suerte, ¿cuán afortunados debemos ser en la vida para acariciar el cabello del ser que te llenó de luz, de paz y le dio sentido a tu vida?
Yo no se esas respuestas, no tengo ni idea, solo deseo, que tu, quien lees estas líneas tengas tanta suerte como esa bella pareja que la vida puso en mi camino este día, que seas feliz, que comas un helado y te sepa a vida, a deseos, a sueños cumplidos y a felicidad.
Estuve allí un rato más observando aquél cuadro mágico, los contemplé en silencio respetuosamente y por un momento sentí pena al saber que quizá la lluvia los alcanzaría. No fue así, pienso que la sabiduría de sus años les avisó el instante preciso en que debían abandonar el parque, ese parque cerca al bulevar, a un lado de la calle principal, aquella avenida 26 que conduce al aeropuerto, lugar de despedidas y reencuentros, de lagrimas de dolor y tristeza, y en otras ocasiones de infinita y rebosante alegría.
Él, como todo un caballero se levantó y tomó la silla de ruedas donde ella permanecía y empezó a empujar lentamente, con paciencia mientras le hablaba. Sentí morir tan solo por querer escuchar parte de esa charla, pues al llegar a su edad quisiera contar con esa paz, esa calma y las palabras correctas para decirle a quien sea mi compañera.
Se fueron caminando, seguramente vivían cerca. Yo seguí mi camino finalmente hacía el transporte público, ya sin afán, revestido de una esperanza insospechada, casi podría decir que fue una tarde feliz, solo esperaba mientras caminaba en calma que empezara a caer la lluvia y en efecto, unos cuantos pasos después, se desató la tormenta y con ella el bullicio de la bocina de los autos y la gente corriendo.
Espero que esos transeúntes hayan tenido tanta suerte para poder apreciar la historia que ocurre a su alrededor en las calles de una ciudad fría, acelerada y mítica como Bogotá. Ya no me importa la lluvia ni el tiempo, ahora estoy pensando en el futuro, la familia, la vida y el amor. Caminaré un poco más mientras tomo la última postal.
@Nevil_22
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