Había salido temprano de casa. Quería ver una exposición de pintura expresionista que prometía.

El lugar estaba agobiado de gente y hacía un calor insano.

Cuando por fin volví a la calle el día era frío, muy frío, pero soleado.

La vía era peatonal. Todos los bajos eran locales comerciales. Tiendas de ropa, calzado, accesorios, se mezclaban con cafeterías, cervecerías, heladerías, etc. Olor a pescado frito a café, dulces. Escaparates con platos de marisco al sol, churros rellenos de crema y flores de azúcar.

Las terrazas exhibían sus mesas invitando a los paseantes a descansar sus cuerpos en alguna de ellas.

Mis pasos me guían hasta una heladería. Yogur helado con frutos del bosque y sirope de chocolate. Ocupo una mesa a pleno sol, frente a un gran bazar.

Casi en el otro lado de la calle hay árboles. Podrían contar muchas historias, espaldas que se han apoyado en sus troncos, precios, formas, acuerdos, alguna caricia robada por adelantado.

Me encanta mirar. Toda una gran variedad de personas con sus jeans, abrigos, botas, bufandas, Gorros. Una casi infinita gama de colores y formas.

Cuerpos altos, gruesos, delgados, bajos, jóvenes, mayores, barbas, maquillajes.

Unos pasean lentamente, otros se deslizan con prisas entre el gentío.

Un señor riega las plantas desde un balcón. El agua cae gota a gota formando un pequeño charco en el suelo.

Ella está apoyada en un árbol. Su ropa es como la de cualquier chica que pasea por su lado. Falda y cazadora vaqueras, camiseta negra con una inscripción en inglés “Simply and I love”.

Un señor mayor, muy mayor, se le acerca y entablan una corta conversación. Ella le agarra del brazo y casi arrastras, tira de él. Desaparecen por una callejuela perpendicular a la del gran bullicio.

La gente se va animando a ocupar mesas aquí y allá.

Parejas con niños que corretean alrededor de todos los clientes.

Parejas solas que se miran a los ojos, ríen y charlan sobre sus cosas.

Pandillas de jóvenes que no se miran ni hablan, cada uno en su mundo virtual. Quien sabe cual es ese mundo.

Treinta minutos. La chica del árbol vuelve a parecer. Igual que si no se hubiera marchado nunca, es igual que las demás. Igual que cualquiera de nosotras. Sin embargo, hay una cosa diferente, sus zapatos.

Eran rojos, de un rojo intenso, con unas enormes plataformas y unos grandes tacones. Esos zapatos sostienen su delgado cuerpo durante horas.

Ella pasea lentamente de un árbol al otro.

Su mirada no se fija en nadie en concreto

Otros hombres se paran un momento, le dirigen unas palabras y se marchan, alguna mujer también.

Dejo atrás la terraza, camino unos pasos y me paro para encender un cigarrillo. Un chico se me acerca y me dice “¿Cuánto?”, yo levanto la cara y le miro a los ojos, unos ojos que dicen muchas cosas sin una sola palabra. Perdón, me he confundido, dice él.

Por supuesto pienso, tendrías que haber mirado mis zapatos.

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