Flavio Jiménez empacó los libros que cada noche amontonaba junto a los trebejos de otros vendedores del centro de Medellín. Alzó el costal sobre su espalda y silbó a Perro. Recordó los dos mil pesos de la única venta de esa noche (Humillados y Ofendidos); mil para algo de alcohol y mil para una sopa caliente que compartiría con Perro. Caminaron. Flavio miró al cielo para adivinar el clima. Arriba, luminoso, con un ruido como batir de alas primitivas, el último tren de la noche se hundía en la estación. Adormecido, Perro le aguardaba junto a la estatua de siempre.

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