Antes de abrir los ojos, aspiro una gran bocanada del verano de Barcelona. La ciudad tiene un aroma especial con la llegada del calor. Me recuerda a casa. El ambiente es tan espeso que casi se puede palpar; tan intenso que lo envuelve todo; tan pesado que se convierte en una presencia. Este pensamiento me hace sonreir. Mi amigo el calor. El único que me ha acompañado en este largo viaje.

Por fin, decido volver a la realidad y enfrentarme a un nuevo día. Lo primero que hago es comprobar que lo tengo todo. Nada tiene valor. Antes tenía un móvil, pero desde que lo perdí en aquella huida de la policía, la manta de la Cruz Roja es mi más preciado bien.

«Lo echo de menos, aunque mejor vivo que comunicado», pienso para consolarme siempre que deseo hablar con mi familia.

Doy un trago a la botella de agua y, mientras mordisqueo una manzana, observo mi nuevo hogar una vez más.

Luce un sol radiante que hace presagiar un día muy largo, pero los gruesos muros que me rodean aún no dejan llegar los primeros rayos de la mañana. Las cicatrices en la fachada de la iglesia se van dibujando a medida que la luz las alcanza. Me tranquilizan, ellas evocan aquello que más conozco. El agua de la fuente todavía está fresca y bastante limpia, así que aprovecho para asearme mientras me imagino en la ducha con hidromasaje de casa de mis padres.

Me extraña que Negro no haya venido aún a saludarme. Se habrá despertado hambriento y salido en busca del desayuno. Siempre consigue algo apetecible, tiene mucho carisma.

En días calurosos como los que estamos viviendo, debemos solucionar las comidas lo más temprano posible y luego escondernos al fresco hasta bien caída la tarde. Por suerte, nuestra pequeña plaza conserva una buena temperatura durante la mayor parte de la jornada. Solo debemos abandonarla cuando salen los pequeños del colegio y la convierten en su patio de juegos. Negro no tendría por qué irse, lo hace por acompañarme. Además, creo que le agobian las muchas atenciones y trocitos de bocadillo que recibe de los niños. Ambos preferimos la tranquilidad de la noche.

En casa, el ritmo de vida era el mismo, aunque allí en las horas de calor más fuerte nos quedábamos bajo el amparo del aire acondicionado. Cuando comenzaron los cortes de energía, debimos aprender a soportar el árido clima. Afortunadamente, nuestro vecindario fue de los últimos en sufrir las consecuencias de las restricciones. El dinero en tiempos de guerra sirve para comprar comodidades, hasta que se termina lo uno o lo otro.

—¡Negro, al fin volviste! —exclamo mientras acaricio la pequeña cabeza del minino—. Veo en tus bigotes manchados de blanco que hoy has conseguido leche. ¿Has visitado a tu amiga de la pastelería, verdad? En un rato saldré hacia el comedor social para intentar conseguir algo de comida para mí también.

Mientras espero a la hora del reparto de alimentos, escucho la historia que día tras día explica la preciosa guía turística a los grupos de americanos, franceses o alemanes. Si consiguiese dejar de ser invisible, podríamos elegir en qué idioma comunicarnos. Para romper el hielo, le diría que mi nombre es Mr White, Blanco para los amigos. Seguro que conseguiría arrancarle una de sus maravillosas carcajadas. Tal vez convencerla de que soy alguien que merece la pena conocer.

Entre susurros, describe que un 30 de enero de 1938, durante un bombardeo de la aviación del bando nacional, murieron 42 personas, en su mayoría niños del colegio que habían ido a refugiarse a los sótanos de la Iglesia de Sant Felip Neri. Aquel día se utilizaba una cruel estrategia, consistente en una segunda ronda de bombas tras una pausa que hacía creer a la población que el ataque había terminado. De esta manera, podían asesinar también a aquellos que habían salido en auxilio de los heridos. Otras versiones cuentan que las marcas en su fachada son las secuelas de las fusilaciones que, durante la Guerra Civil, se efectuaban apoyando a las víctimas contra ella. «Sea como sea, las cicatrices permanecen como recordatorio de errores humanos que no deberían volver a repetirse», termina siempre con voz emocionada.

—Y que en mi país son parte de la normalidad —murmuro con ganas de gritarlo a todos.

Sintiendo en mi espalda las ondulaciones de la pared, evoco mi existencia anterior. Hace tan solo unos meses tenía familia, amigos que pudieran hablar y no maullar, una casa, dinero, comida, una chica con la que me escribía… Ahora dejo pasar la vida observando a las personas que cruzan una plaza a miles de kilómetros de mi hogar. Para todos ellos soy invisible. Como lo eran antes para mí aquellos que encontraba por las calles de mi ciudad.

Negro se enrosca en mi regazo y ronronea, satisfecho con la compañía. Yo sigo observando el variopinto grupo de turistas. Aunque no me dio tiempo a terminar los estudios, mi vocación de psicólogo me lleva a analizar las conductas de todos ellos. Los patrones se repiten grupo tras grupo. Entre ocho y nueve agarran su bolso con mayor fuerza cuando me ven. Entre uno y dos me miran con algo de interés. Ninguno se acerca o me ofrece su ayuda.

El momento de sacar fotos es el que aprovecha ella para recorrer la plaza con la mirada. Sonríe cuando localiza su objetivo y se acerca metiendo la mano en el bolso. Saca una tarrina de paté para gatos y la deja abierta a unos metros de nosotros.

Negro se despereza y va hacia ella con su andar elegante. Se deja acariciar un poco, olisquea el regalo y, antes de probarlo, me dirige una mirada. Parece que me pidiera perdón por ser el objeto de tantos cuidados, pero yo comprendo la situación.

Ella se va satisfecha con su acción. Yo me quedo aquí, esperando que vuelvan la noche y el silencio. Sin saber si quiero ser Blanco o Negro.

Plaza Sant Felip Neri, Barcelona.

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