Casas victorianas de ladrillo rojo escoltaban los pasos decididos de Celia. Descendía rauda y veloz por el margen derecho de Forbes Road, en la pequeña localidad de Faversham, no muy lejos de la majestuosa y medieval Canterbury. Llegaba con retraso al trabajo por tercera vez en este lluvioso mes de noviembre y le temblaba hasta el hígado de pensar en que la consecuencia fuera el despido. Hacía poco más de un año que Celia trabajaba en el almacén de frutas situado en la avenida de Bysing Wood y, aunque precario, no podía permitirse el lujo de prescindir de él. Su padre Tim, alcohólico, se encontraba totalmente apartado del mercado laboral y su madre, con los huesos ya doloridos por la edad, metía algunas libras en casa a costa de lidiar con algunos ancianos de cuyos cuidados sus familiares parecieron ya desentenderse.

Sin ánimo de hacer ruido, Celia giró con parsimonia el pomo de la pesada puerta de madera que servía de frontera entre el infierno con olor a arándano recién recolectado y el mundanal ruido que mezclaba canto de pájaros y el estrépito de motores de camiones que, como si de una procesión se tratara, trasladaban mercancía desde el puerto de Dover hacia la colosal Londres. Era Jack, quien con inocente sonrisa y sus pómulos bañados en anaranjadas pecas, restaba importancia al nuevo desatino cometido por Celia. No era momento para riñas o desaires. Jack conminó a Celia a que pasara a la pequeña y diáfana habitación, tercera puerta mano izquierda, que se encontraba en el pasillo de dirección. Celia, pupilas dilatadas por la intriga y con los músculos encogidos, accedió al interior donde el señor Howard esperaba de pie.

– Celia, tranquila. Tengo algo que anunciarte. Pasemos por esta vez tu reincidente retraso. -susurró el Director de Invicta Fruit Services mirando fijamente los castaños ojos de la muchacha. – El señor Smith ha muerto. Sabemos de tu apego al fundador de esta empresa. Sin él no estarías hoy aquí

La noticia sacudió la cabeza de Celia. Vista nublada, boca seca. Howard sacó un par de cigarrillos del bolsillo derecho de su Ben Sherman, ofreciendo a una Celia que aún no era capaz de amortiguar el golpe. Con gesto rápido rechazó el ofrecimiento y abandonó la pequeña sala sin ni siquiera despedirse.

El señor Smith vivía en el número siete de Forbes Road. Vio crecer a la pequeña Celia junto al Preston Park. Tardes eternas de verano donde Celia jugaba a la rayuela bajo la tímida vigilancia de un Smith que sentía como cada sonrisa de la pequeña era una puñalada directa al corazón. Aprovechaba cualquier momento que se le brindaba para llevar a Celia a la tienda que constituía la frontera imaginaria con Aldres Street y ofrecerle gominolas de sabor a fresa, las cuales devoraba sin miramientos, impávida. Los años pasaban y Smith se conformaba con verla pasar por su ventana camino del instituto cada día al amanecer y las esporádicas visitas de Celia al ya enfermo Smith eran un analgésico para un alma rota y destrozada de dolor.

El Sol alcanzaba su punto más álgido pero sus rayos no eran capaces de atravesar la nube gris que se empeñaba en convertir el ambiente en lúgubre. Celia, jadeando, acaba de llegar a Forbes Road, la calle donde creció, donde jugó y donde amó por primera vez. La calle donde diría adiós al extraño Smith. El fuerte olor que desprendía ya no acariciaría su nariz. No volvería a ver sus amarillos dientes. Su voz no volvería a retumbar en sus oídos. Y con su muerte se esfumó el secreto que Celia jamás conocería. Su abuelo abandonó este mundo sin el perdón de su hijo Tim, pero con el sosiego de redimirse a través de su nieta, la pequeña Celia.

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