Una calle común, en una zona pobre de la Ciudad de México, pobre no hablando solo de dinero, sino de alma según yo. Llegar a vivir a estas calles, a esta colonia, fue difícil: significó para mí la derrota en ese momento, de la cual esperaba levantarme en unos meses, y han pasado unos años.
Evito todo el tiempo pasar por esta calle. Me significa la frontera entre un mundo manejable y otro desolador…no sé por qué, solo divide en dos partes la misma zona. Quizá sea porque al cruzarla te enfrentas con el hedor de la basura que van a tirar del otro lado de las improvisadas canchas de futbol rápido, ese hedor a podrido y a agua estancada, ese lado del mundo me huele mal y se ve descolorido, desolador. De este otro lado – donde yo vivo – la cosa no cambia tanto, solo menos sucio…y para mí aún conserva cierto color… o quizá todo sea un juego de mi percepción y de mi ánimo.
De noche es peligrosa: Obscura, amplia y escaparate de venta de droga al menudeo; le temo, sobre todo cuando las detonaciones se dejan oír de madrugada. Esas, que a veces prefieres pensar que son cuetes a las 2 de la mañana, provenientes de la iglesia del pueblo vecino – sí, Santa Cruz Meyehualco, uno de los tantos pueblos inmersos en la Ciudad, que conviven con las colonias y los ejes viales, resultando en un mosaico sui generis y ruidoso que combina el tráfico inundante de la ciudad, y las frecuentes fiestas de iglesia, con sus peregrinaciones.
Descubro ahora que pasar por esa calle significaba para mí una humillación…. hasta siento que las casas le niegan sus ventanas si pueden.
Pero increíblemente, todo cambia 3 días a las semana: los domingos, lunes y viernes, el tianguis la toma y la transforma: desde las 5 de la mañana se llena de vida: llegan camiones llenos de fruta, verduras y todo tipo de mercancías para vender, se estacionan en mi calle, a menos de 15 metros de distancia de la Villa Franqueza, que se convierte en un mercado generoso: lleno de color, de luz, de sabor, de voces, de vida, y por gracia de la zona pobre que tanto desdeñé, todo a un precio inmejorable y de excelente calidad: ahí compro mis rosas favoritas, jazmines del jardín de una viejita, violetas y hasta güie´shobas, -unas flores tropicales que conocí en mi infancia visitando en el Istmo a mi familia – mis frutas, mis acelgas y champiñones. Ahí mismo podría comprar todo un guardarropa nuevo de ropa usada, un nuevo set de maquillaje, una sala y un comedor si quiero. Ahí puedo desayunar y comer, desde tamales y quesadillas, hasta toda variedad de tacos: mixiote, barbacoa, carnitas, acompañados de una buena michelada de cerveza obscura, o un buen esquimo de fresa. Ahí consigo lo que en otro lado es muy caro por ser orgánico, pues vendedores de varios pueblos cercanos a Chalco y Xochimilco bajan de los cerros a vender lo que se da en su huertita, así, en pequeños montoncitos: Kale, nueces de castilla, aguacate, duraznos, jengibres y cúrcumas, quelites, queso fresco artesanal, las tortillas y tlacoyos de maíz azul que hacen a mano, las frutas más exóticas en su mejor momento: cerezas, frambuesas, higos dulces, chicozapotes y zapote negro…incluso agua de coco de Acapulco (que certifica su origen con ese dulzor único que da la costa del pacífico a los cocos).
Esos días mi tan temida calle se vuelve un remanso de abundancia, de generosidad y de poder, un escape justamente de lo que evoca en mi memoria todos los días: miedo, fracaso y evasión. Por tres días me siento poderosa, dichosa y optimista en la silenciosa calle del resto de la semana, la que catalogué como temida y sin alma. Me llevó tiempo ir incluso al tianguis… encerrada en mi desolación; me llevó tiempo devolverles adecuadamente la sonrisa y la risa a los marchantes, los vendedores que socializan tan agradable y sinceramente…y más tiempo me llevó aceptar que esa falta de alma que yo aseguraba había aquí… era en realidad falta de mi alma, que se ha quedado vagando en tantos lugares, tantos fracasos y tanto tiempo…
Hoy, sin querer, al escribir y darle existencia a esta calle en mi vida, estoy rompiendo un paradigma, estoy abrazando todo lo que soy, todo lo que la calle me evoca: luz y sombra, pobreza y abundancia. Irónica y divinamente, para mí, esta calle ejerce la fuerza y la magia encerrada en su nombre, como en cuento de Harry Potter, Villa Franqueza: más franqueza y totalidad no podría haber encontrado en ningún lugar; la franqueza y totalidad que necesitaba sin saber, para volver a encontrar alma en la vida, en mi vida.
Hace unos meses crucé otra frontera: pasé del otro lado del semáforo que la intercepta al oeste, camino a los temidos cerros de las minas de grava. Encontré lo mismo, el amenazante fantasma del miedo a lo desconocido se desvaneció, hay vida y punto; ah, y una odontóloga maravillosa que curó un dolor intensísimo, y tiendas con tejidos hermosos. Vida, la vida es constante.
Sigue creciendo, sigue llenándose de sombra y de luz, y seguramente me ofrecerá nuevas fronteras que romper…pero ya no le temo, puedo con ello, puedo aceptarla, puedo conmigo. Mi psicóloga estaría fascinada.
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