Ella llegaba a la Madrid de 2015. Luego de una travesía trasatlántica de siete mil kilómetros. Llegaba de su otrora prospera arcadia tropical, venía cargada de desilusión, con pérdidas sobre la espalda y sin poder aún llorar. Madrid la recibía haciéndole un guiño. Era definitivo, su piso estaría cerca de la Avenida de América, la que todos los días debería recorrer para coger el metro. Pero sería la aledaña Calle Cartagena la que la acogería por varios años. Allí en esa calle, con nombre conocido, que le traía memorias cálidas del Caribe, nuevo lugar común en la Madrid. Sería en algunos de esos edificios centenarios, en unos de esos pisos, con pintorescos y minúsculos balcones su casa. Pero ahora esa Cartagena incluía las cuatro estaciones de las latitudes europeas. Allí comenzó a llorar lo que no había llorado, la despedida de su abuela. Allí en esa misma calle que evocaba la Cartagena de Indias, cercana a sus orígenes. En esa misma calle se cruzaba con las ancianas del lugar, unas maquilladas con actitud aún altiva, unas acompañadas de sus acompañantes, otras tantas, cual abuelitas independientes con sus andaderas. Le recordaban a la que acababa de despedir. En las vitrinas de esa calle, se detenía para ver zapatos cómodos y los jerséis grises o negros que acostumbraba llevar a su Lola. Era minutos después frente a esas mismas vitrinas de la Calle Cartagena que caía en cuenta que la abuela Lola ya no estaba y ella por lo pronto no volvería a su tan maltratada arcadia tropical.

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