Las calles mojadas embellecen la ciudad

Las calles mojadas embellecen la ciudad

La noche lo había teñido todo de oscuro misterio y falsa calma . No necesitaba más. Ni siquiera haber pisado a la luz del día las calles por las que deambulaba le hacía falta para hacerlo ahora sin miedo. Era una imperfecta desconocida conociendo la ciudad perfecta. La casualidad la había llevado hasta ella; una casualidad que llevaba meses fraguándose, los mismos que hacía que el hielo se había instalado en su vida para por fin, dos días atrás, romperse haciendo saltar las esquirlas heladas de la historia que nunca había debido empezar. No se imaginaba haciendo otra cosa que no fuese caminar a oscuras en ese momento; era lo mejor que podía hacer. Tampoco se imaginaba que se iba a arrepentir tan pronto de cada paso. Había llegado a la parte más lúgubre de la ciudad, y lejos de sentir miedo, se dejó invadir por la sensación de peligro. Con ella mitigaba su auténtico temor, el que la guiaba ahora por calles tan oscuras como mojadas, el que paralizaba sus entrañas mientras sus músculos seguían el movimiento de aquel cuerpo inerte, lleno de inercia constante y mecánica que la hacía avanzar. El temor a vivir. A sobrevivirle a él, a derramarle eternamente lágrimas de las que nunca limpian porque esa herida, sabía, no se limpiaría jamás. Llovía sin tregua. Llovía también en su interior. Quería desaparecer, que la tragase la noche. Pero no podía hacerlo. Él la necesitaba, no sólo en cuerpo y alma… necesitaba lo más importante de ella: su sonrisa. Y ahora mismo sentía que podría hacer cualquier cosa que le pidieran menos sonreír. Por eso buscaba a oscuras algo que le hiciese ver la luz. Por eso no sentía la lluvia calando sus prendas desordenadas sobre un cuerpo con aún más caos…Por eso, y porque las calles mojadas embellecen la ciudad.

Sintió el azote de la melancolía en el mismo instante en que empezó a llover. Las gotas caían a plomo, cada vez con más fuerza e intensidad; parecían querer atravesar el asfalto, y al estrellarse contra la acera salpicaban sus pies, que empezaba a notar húmedos. Evitó llorar. Bastante triste era la lluvia como para regalarle un aguacero de lágrimas. Bastante pesaba la melancolía desde la primera gota. No, no iba a llorar ésta vez… pero qué difícil era de cont(rol)ar para su corazón afligido cuando el cielo se volvía gris. Debía caminar. Era tarde, y si seguía allí parada bajo la cornisa no llegaría a tiempo. ‘Llegar a tiempo’, pensó con ironía . A tiempo de qué, de quién… El tiempo que nos imponen se convierte en perdido desde el mismo momento en que empezamos la cuenta atrás; el tiempo impuesto nunca suma, y ella ya había perdido bastante. Aun así, empezó a caminar bajo el chaparrón que ya empezaba a aflojar. También aflojó la pena, aunque nunca llegaba a desaparecer. Se estaba acostumbrando a vivir con ella, que siempre había sido mujer de malas costumbres y difícil consuelo, y de sentirlo todo tan profundamente que aflojar ahora sería decaer. Siguió esquivando charcos, en el suelo y en sus ojos. Siguió porque no tenía fuerza para parar.

Se adentró la bruma, calando cada rincón con esa pátina tan sombría, un gris turbio y acerado que parecía hacer pesados hasta los pies cuando intentabas avanzar. Los edificios se volvieron colosos en blanco y negro; la ciudad, un lúgubre reflejo del interior que horas antes la había poseído, dejando al azar la posibilidad de cambiarlo y al destino la culpa de dejarlo así… ¿o era al revés?. Aunque eso no importaba demasiado ya, como tampoco importaba que hubiese amanecido: la escala de grises seguía ahí, más clara y húmeda ahora, pero reacia a desaparecer de la ciudad que tan alegre y colorida imaginó. Miró alrededor, buscando en las afueras lo que no hallaba en su núcleo, empecinada en parecer de piedra mientras el cristal de su silueta se licuaba y la dejaba desnuda ante la adversidad. ‘No hay mal que cien años dure’, pensó…pero es que el tiempo se vuelve insaciable cuando se trata de paliar cualquier mal. Aún así, quiso creer que algún día su reloj de arena dejaría de girar.

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