Aquel hombre vivía dentro de su abrigo de cachemir desde que perdió el trabajo y, por efecto dominó, casa y familia. Como tampoco le llegaba para comer, había bajado mucho de peso y ahora era un hombrecillo al que el abrigo le quedaba holgado, muy holgado, tremendamente holgado; se podría decir que era un abrigo vivienda, lo había dividido por habitaciones. El bolsillo derecho decidió dejarlo como salón porque gracias a un pequeño agujero en el forro era la parte más luminosa de la casa y podía recibir a las pocas visitas que aún mantenía sin necesidad de conversar a oscuras. El izquierdo lo reservó para dormitorio, y el baño le pareció apropiado que estuviese a la altura de la bragueta del pantalón. La cocina, por aquello de los olores, la estableció en la espalda. Se instaló en la calle Arenal justo al lado de una inmobiliaria con mucho trasiego, cuyo dueño, lejos de compadecerse, empezó a mirar con ojos de resquemor al hombrecillo y su casa. Observó como algunas parejas, después de salir de su negocio sin llegar a un acuerdo por falta de liquidez, se detenían a charlar con el hombrecillo que amablemente les mostraba su vivienda. Supo que tendría competencia el día en que comprobó que una de las parejas que visitó la inmobiliaria instalaba la casa abrigo número dos, justo al lado de la primera. Decidió denunciarlo a la autoridad; al fin y al cabo él pagaba religiosamente sus impuestos, y aquel hombrecillo de medio pelo se había establecido allí con su abrigo vivienda por las buenas. La autoridad solicitó al hombrecillo la escritura de propiedad de la casa y él le mostró la factura del abrigo comprado en unos grandes almacenes hacía diez años, que aún guardaba por si llegaba un caso como este. Además, aunque sin trabajo, era abogado, y apostilló que los abrigos estaban exentos de contribución urbana siempre que no llevaran vigas ni muros de carga en su interior. Este alegato no pudo rebatirlo el municipal y el hombrecillo quedó libre de toda culpa.

En un mes escaso la primera casa abrigo dio pie a una urbanización que albergaba igual familias de desempleados con seis o siete hijos y el perro, parejas de un alivio o recién casados ilusionados con su modesto chalecito. La inmobiliaria caía en picado y el dueño, oliendo el cierre, decidió dar un giro al negocio proponiéndole al hombrecillo que trabajase para él. Se adaptaría a los nuevos tiempos de crisis ampliando la inmobiliaria con viviendas abrigo como nueva opción asequible, y quién mejor que el hombre que instaló la primera para estrenarse como jefe de ventas en la sección, eso le dijo. El hombrecillo, viendo que no tenía capital alguno para establecerse como autónomo, que dominaba el tema, y que además podría recuperar a su familia, aceptó la propuesta. En poco tiempo un extenso escaparate de viviendas de poliéster, pura lana virgen, alpaca, cachemir, punto de espiga, pata de gallo, e incluso popelín, se convertía en el producto estrella de la inmobiliaria, mientras en el Ayuntamiento se estudiaba la forma de poder cobrar impuestos a esta recién nacida modalidad de vivienda abrigo.

El hombrecillo, recuperados kilos y familia, perdía el diminutivo convertido en hombre y se compraba una casa de pura lana virgen con vistas al invierno y otra de seda natural junto a la playa.

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