¿Qué pasaría si los árboles nos hablaran?
Al principio sintió un picor más intenso en aquella costra de piel que le había salido hacía unas semanas en su pierna derecha. Luego fue una sensación de mayor rigidez en todas sus articulaciones y, finalmente, la necesidad irrefrenable de salir a caminar por la trocha del bosque. Jacobo dejó el libro que estaba leyendo, se puso la pelliza y aguantó la puerta para que Pongo, el labrador que le había acompañado desde que enviudó, le precediera creyendo que ese día tocaba paseo a una hora distinta de la habitual. Caminó sintiendo el aire frío de la tarde. La flexibilidad de su cuerpo iba cada vez a menos pero una sensación de paz lo embargaba. Llegó a un recodo del camino y decidió que aquel era un buen sitio para reposar y recobrar fuerzas. Se paró. Sus piernas no daban más de sí. Era como si alguien tirara de él hacia el suelo e impidiera que se moviera más. Miró al cielo para espantar el miedo que comenzó a sentir.
-¡Sssssshhhhhhh! – El viento siseaba entre las ramas de los robles y las sabinas albares, y su roce consiguió sosegar el ánimo de Jacobo. Cuando bajó la vista, notó que no podía moverse. El miedo volvió. Sabía que algo no iba bien y se vio en la antesala de su propio final. Pensó en si era así como lo habría vivido su mujer años atrás y cerró los ojos. Después solo sintió paz. Tenía otra perspectiva. Diferente, más elevada. El viento que le llegaba era fresco y notaba que lo exhalaba puro. Ya no notaba nada de su cuerpo. Aquella tarde Pongo volvió solo a casa.
María tardó varios meses en hacer acopio del ánimo necesario para ordenar la que fuera casa de su padre. Las circunstancias de su desaparición y la conclusión de la policía cuando encontraron los restos de su pelliza no hacían sino añadir dolor a la nostalgia que sentía por su muerte. – Tenga en cuenta que hay muchos lobos en este bosque, es poco probable que encontremos nada – le habían dicho los investigadores. Ese nada le martilleaba la cabeza más que la mención tan explicita a los lobos y mucho más que el mensaje que tan terrible conclusión escondía. Terminó de empaquetar los últimos libros que quedaban en el salón y recogió un pequeño marco que había sobre la mesa. Se quedó mirando la foto que contenía sonriendo para sí. Era su padre con los brazos doblados y levantados junto a la cabeza. Colgadas de cada brazo estaban sus nietas, con los pies separados del suelo y riendo con ganas.
Un ladrido y unas voces infantiles la sacaron de sus pensamientos. Las niñas llegaban con el viejo Pongo. – Por hoy he terminado, vamos a dar una vuelta – le dijo a su marido. Tomaron la trocha del bosque con el perro abriendo el camino.
– Siempre me ha gustado este paisaje, me va a dar pena vender la casa.
– No pienses ahora eso. Relájate y disfruta del aire puro y del bosque. Mañana en casa estaremos otra vez en la vorágine de la ciudad. ¿Te encuentras bien?
Asintió mientras llegaban a un recodo del camino. El viejo labrador, que llevaba un rato jadeando y con la lengua fuera, se echó junto a un árbol.
– ¡Vaya, Pongo, parece que la subida te ha agotado! Sentémonos a descansar un rato.
Mientras las niñas corrían y jugaban corriendo entre los árboles y subiéndose a ellos, María se quedó mirando el bosque que se extendía por doquier. Respiró hondo, ¡qué aire tan limpio! Pensó en las veces que su padre habría respirado ese mismo aire. Pensó en él. Trató de imaginar lo que le ocurrió; ¿un infarto? ¿una caída? Nunca llegaría a saberlo. Estuvo así, absorta en sus pensamientos, hasta la hora de volver.
– ¿Sabes mamá? Yo creo que el abuelo se quiso venir a vivir al bosque y por eso ya no está. Se quedó con los árboles que son muy divertidos porque te puedes subir a ellos y no se quejan. – El razonamiento de su hija le hizo esbozar una sonrisa.
Estaban ya llegando de vuelta a la casa cuando su marido le pasó el móvil para enseñarle una foto que había sacado. Fue entonces cuando lo vio todo. Dos niñas sonrientes colgadas de las ramas más fuertes de un roble. Del mismo roble en el que Pongo se había recostado tras subir por el camino delante de ellos. Se acordó de la costra de piel que cual incipiente corteza su padre le había mencionado en una de sus últimas conversaciones telefónicas. Vio los nudos del árbol y no pudo evitar evocar lo quejumbroso que había estado con la poca flexibilidad de sus articulaciones cuando le visitó por última vez. Se acordó de las palabras de su hija, aquellas que afirmaban que el abuelo se había ido a vivir al bosque con los árboles. Y comprendió que esa tarde había estado unida a su padre, una vez más, a través del aire que había respirado.
– María, ¿en qué piensas?
– He decidido que no voy a vender la casa. Tengo un bosque que cuidar.
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