Comunidad Educativa: Skipbrudden 2043

Comunidad Educativa: Skipbrudden 2043

Volveremos

24/02/2019

23:53 – 156 minutos para la colisión.

Ha bajado la cuesta a trompicones, las pupilas dilatadas, la noche profunda, sin rastro de la ciudad, sólo un asfalto podrido entre matojos y barro y una chabola al borde de la lámina de agua, con los cristales rotos y una penumbra que baila.

Se para, nota las gotas de sudor escociéndole en los ojos, gira, mira al horizonte, sigue sin verse nada, el barco se empotrará contra la ciudad, pero, dónde está la ciudad. Llama a la puerta. Los golpes retumban desesperados.

-Abran, por Dios, abran. No queda tiempo, abran-. Matthew se ahoga. El radar nunca se equivoca.

Crujen las bisagras, mecidas por unos dedos descarnados y mugrientos que arrastran hacia dentro la madera, hasta que la oscuridad desvela en el umbral dos ojos teñidos de sangre y una barba enterrada en salitre y grasa.

-¿Cómo ha llegado? –musita el viejo de forma casi inaudible.

-Aterricé en un descampado. No había otro sitio para el helicóptero –responde Matthew sin miedo, pues el verdadero terror transita a poco más de dos horas.

-No mienta. No ha habido estruendo.

Matthew no entiende de qué estruendo le habla el viejo. No tiene tiempo de explicarle lo que es una batería de hidrógeno. Matthew se consume porque debería estar todavía a bordo del barco, intentando hasta el último instante acceder al puente de mando, pero todo el sistema estaba bloqueado y lo estará hasta el final, por eso ha decidido avisar a esa ciudad, pintada en el radar, esa ciudad que no encuentra y que hay que desalojar, hacia la que enfila una mole de 487 metros de eslora.

-Por Dios –suplica Matthew-. ¿Dónde está la ciudad?

-Debajo del agua –masculla el viejo con rabia.

-Qué agua. Es una emergencia. Necesito llegar hasta Skipbrudden. El barco no se detendrá. Podemos evitar una catástrofe.

-¿Otra? –espeta el viejo, indolente.

-¿Es que no me va a ayudar? Dígame al menos si estoy cerca de Skipbrudden.

-Está en lo único que queda de ella –gime el anciano.

Matthew no aguanta más. Las coordenadas son correctas. Seguirá buscando.

-Espere –le ruega rendido el viejo.

Matthew se gira, entra. Una vela repta encendida en un rincón. Cuatro palos húmedos se chamuscan en una estufa carcomida por el óxido. Matthew busca respuestas. El viejo se entrega.

-Hará quince años que el último deshielo devoró la costa, desde Stonheim hasta Fulliborg. Aquel martes las calles comenzaron a chorrear como escurre la sangre cuanto te cortas las venas. El viernes, el puerto era un estanque. El sábado, la crecida fue violenta y definitiva, los pesqueros varaban entre los edificios de apartamentos. Ni se sabe los muertos. Desde aquí arriba vi cómo las olas tallaban los nuevos límites del mar, el nuevo Skipbrudden, sin mujeres, sin hombres, sin alma. Ya nadie sube hasta acá, pero volverán, volverán…

Matthew escucha escéptico. Busca nervioso dónde puede el viejo esconder un teléfono, hasta que repara en los anaqueles que forran las paredes, repletos de objetos de todo tipo y condición, un mercado de lo absurdo y lo inverosímil. El viejo confiesa orgulloso su pasado.

-Antaño cada tormenta era un botín entregado por el mar. Las olas arrancaban de cubierta los contenedores de los buques que iban rumbo al Báltico y la corriente siempre los llevaba hasta mi cala. Balones, zapatillas, muñecas, lavadoras… La playa quedaba sembrada y yo revendía la carga. Había semanas de arribo incesante y meses y meses de sequía, pero la gente siempre volvía a comprar mercancía, siempre volvían… Hasta que llegó el deshielo y se acabaron las tormentas y se fueron los barcos.

-Barcos sigue habiendo –acierta a decir Matthew.

-Barcos sin alma…

-…autónomos, sin capitán, sin piloto, sin tripulación, pero controlados por satélite, gigantes, precisos, perfec… -y Matthew se traga sus palabras ante el desastre que se avecina… o no.

-Si un barco se dirigiera a esta costa, ¿contra qué chocaría? –pregunta Matthew.

-Contra toda una ciudad y, en el fondo, contra nada.

Matthew se hace cargo y el viejo encaja su puzle.

-¿Eso del barco…?

-¡Por fin me escucha! El “Maalstat Green”, portacontenedores de 487 metros de eslora, se dirige en línea recta hacia Skipbrudden a toda máquina. Impactará contra la costa en menos de dos horas. Todos sus sistemas informáticos han fallado. Ha sido imposible tomar el control. Las medidas de seguridad impiden incluso acceder a bordo. Yo no lo he logrado. Lleva en la proa cuarenta cisternas de líquido inflamable. Por eso he venido… pero ahora volveré para un último intento.

-¿Y el resto?

-¿Qué resto?

-¿Qué lleva el resto del barco?

-17.000 contenedores, sólo 5.000 vacíos. Puede imaginar el valor de la mercancía.

En ese instante se abre el cielo y las nubes que asfixiaban la noche dejan que la luna resquebraje el agua. Matthew, perplejo, ve emerger por el hueco de la ventana las cuatro últimas plantas de lo que fue el “Remgard Hotel”, mecidas por las olas. Toma conciencia del desastre.

A su espalda, en cambio, el viejo observa más allá de la Skipbrudden naufragada. Intuye ya en el horizonte el perfil de la proa del “Maalstat Green” devorando millas en la noche, directo hacia su chabola. La mirada se le enciende. La avaricia despierta. Alarga su mano hacia el anaquel más próximo. “Volverán”, se susurra.

-Regreso al barco –espeta impaciente Matthew y, cuando se gira, la cabeza le estalla y se desploma.

El viejo ni siquiera se agacha. El bate de béisbol que acaba de usar es el último de los 657 que llegaron a la cala un 17 de enero. Los vendió todos y, por eso, se acabó construyendo el campo sobre cuyos restos ha hecho aterrizar esta noche Matthew su helicóptero.

Vuelve el viejo a mirar al horizonte, la proa es cada vez más grande. Se imagina su cala, repleta de contenedores, sus anaqueles, desbordados de mercancía, y la gente, mucha gente haciendo cola de nuevo a la puerta de su casa.

-Volverán, todos volverán…-masculla, y en sus dientes famélicos se refleja la luna.

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