A Juan Acosta, cuando todavía era un niño, le había dicho su abuelo que cuando viera alcatraces alborotados revoloteando cerca de la costa y lanzándose en picada desde el aire sobre un banco de peces, era el momento de alistar la canoa y los aperos de pesca para buscar el sustento diario para la familia. El abuelo sabía el porqué le abría los ojos a su nieto haciéndole tal recomendación.

Juan nació hacia las cuatro de la mañana en un día explosivo provocado por el abuelo, pues este se había ido a pescar con dinamita en el mar para así aturdir y hasta matar sin discriminación alguna, a las especies de animales marinos que merodean los cardúmenes y los que en ellos habitan. Este bárbaro, despiadado y perverso sistema de pesca facilitaba la captura masiva porque se recogían sin ningún esfuerzo físico cuando flotaban sin vida sobre la superficie del mar. Mientras de la garganta de Juan salía el primer llanto anunciando que llegaba a esta vida, el ecosistema marino del Mar Caribe también gritaba y lloraba al tiempo que se destruía, y los arrecifes de coral se reventaban en mil pedazos hechos polvo, igual que todo lo que alcanzaba la onda sonora de semejante descarga de explosivos. En seguida las manos rugosas del abuelo de Juan, seleccionaban y recogían los peces muertos así como otros desechos y los echaba en varias mochilas y los llevaba a casa para alimentar a la familia y vender el excedente que quedaba para conseguir unas monedas para el resto de sus necesidades. Lo que no servía ni para la comida de sus hijos ni para la venta, lo tiraba en el patio de tierra siempre fangosa y allí las gallinas desplumadas escarbaban larvas de camarones, los perros flacos tragaban de un solo sopetón puñados de sardinas y los cerdos hociqueaban erizos y estrellas de mar que luego engullían con todo y caparazón.

Es en un corregimiento llamado La Boquilla, fundado hace doscientos años, donde nace este pescador de piel dura y resistente labrada por los gritos de un sol caribeño que sin piedad, lo azota desde que despunta el día hasta que este languidece al atardecer y se esconde en el infinito. Como Juan, muchos otros pescadores viven en medio de la incertidumbre de que les sobrevenga más pobreza y futura desaparición de su poblado, porque se los está tragando el desarrollo de una ciudad que tienen muy cerca y le viene pisando los talones porque casi está llegando a los límites de sus tierras ancestrales. Esta inminente usurpadora de los derechos de los nativos es Cartagena de Indias, «Patrimonio Histórico de la humanidad», ciudad repleta de estampas para mostrar a los turistas como son sus balcones florecidos y preñados de multicolores trinitarias, calles estrechas con casas adosadas de estilos colonial y republicano , carruajes tirados por un caballo y lejano transporte de lujo en épocas coloniales y las vendedoras de frutas del trópico, con las palanganas terciadas en la cabeza y el movimiento de sus caderas que se bambolean al ritmo de sus pregones para incitar a los compradores. No hay duda alguna en que el desarrollo acecha a esa tierra boquillera, húmeda, que huele a pescado, a algas y al salitroso olor que brota de la espesura de sus manglares, ubicados en la parte de atrás de la Ciénaga de la virgen.

Cuando cae la tarde y el sol comienza a languidecer en el horizonte y sobre la densa atmósfera del paisaje se dibujan tenues rayos amarillos y anaranjados, Juan se sienta sobre la puntiaguda proa de su canoa y contempla la algarabía del mar y se extasía con el poblado de alas que sobrevuelan la claridad del cielo. En este mismo lugar se pasa horas y horas tejiendo con hilos de cáñamo su primera atarraya, apero de pesca, la cual le permitirá más adelante atrapar peces sin poner en riesgo su vida; no quiere correr la misma suerte del abuelo. Juan es muy consciente de la responsabilidad que tiene de cuidar ese mar que le proporcionará el pescado de cada día para mitigar el hambre y no se le reviente las tripas por no tener un bocado de comida dentro del estómago.

Juan vive en una modesta vivienda de bahareque y palma, nada propicia para la época de los vientos huracanados que azotan la costa. Cuando los rugidos del mar y la fuerza de las olas de más de tres metros de altura se acercan al pueblo, él tiembla de miedo y el corazón se le desboca en solo pensar que el mar se trague su casucha y se quede viviendo en la arena de la nada, solo suspirando el perfume de la brisa con olor a yodo, y del vaivén de los cocoteros que pareciera se apiadara de sus desventuras.

Juan descansa en una hamaca una vez que termina la diaria faena de pesca. Aquí se entretiene extendiendo la mirada por las calles dormidas del pueblo y ve el deambular de impávidas figuras cercenadas de pies y manos por culpa de la dinamita, que monopolizan el crepúsculo de la tarde. A lo lejos, muy a lo lejos allá en el infinito, le parece ver en el reflejo del agua la figura de róbalos, sierras, sábalos y jureles que, como claros de luna, tiñen de gris plata las aguas del mar… Muy cerca de esta visión, un viejo pescador montado en una canoa, despliega una atarraya haciendo un gran círculo sobre el aire azuloso que pende sobre su cabeza; la red de pesca se abre como una flor y se extiende sobre el oleaje del mar. El viejo pescador agita los muñones de sus brazos y lo saluda con una inclinación de cabeza. Juan aparta la mirada y se acuerda del abuelo.

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