FRÍO
Ahora me llaman la “milla de oro”.
En mis aceras y en algunas de mis calles vecinas se han ido situando las tiendas más lujosas de la ciudad: Loewe, Louis Vuitton, Hugo Boss…
Soy una calle de tránsito rápido. La gente pasa y mira los escaparates imposibles, ni siquiera se atreve a permanecer mucho tiempo delante de ellos. Evidencian demasiado otros mundos inaccesibles.
Me atraviesan manadas de turistas, móviles en mano, tratando de seguir y escuchar al guía mientras disparan cientos de fotos que después, seguramente, no lograrán ubicar.
Casi nadie vive aquí ya. Bancos, comercios, oficinas, hoteles…Ni siquiera una cafetería. Nadie se detiene ni para tomar un café.
Siento frío.
Recuerdo que una vez estuve llena de vida.
Entre mis dos aceras había una manzana de casas. Puedo sentir los olores de los pucheros, que al mediodía inundaban el aire, las risas y las carreras de los niños que jugaban por todos los rincones, subían y bajaban escaleras y se rebozaban de polvo y restos de cemento en las ruinas de los edificios que cayeron antes por los bombardeos o por las piquetas que anunciaban el futuro.
Cada mañana me despertaba la persiana del Dígame y el olor de sus carajillos. Un bar de tapas, vinos y chamelo. Casino, tertulia y noticiero de los varones del barrio.
Casi a un tiempo Ramón y Araceli abrían las puertas de madera del ultramarinos y coloreaban la acera con su bodegón de frutas.
Sobre las 10 llegaba D. Manuel, el librero de lance. Al abrir sus escaparates se desplegaba un laberinto de estanterías y montañas de libros cuyo secreto solo él conocía. Allí convivían pergaminos, incunables y códices con libros de texto y literatura de todos los tiempos. Le acompañaba siempre su hija Dª Amparo, una maestra represaliada, que había escondido sus sueños también en aquel laberinto, tratando de encontrar allí su propio hilo.
Justo al lado, en el portal, Maruja ponía en marcha el siseo de su misteriosa máquina que tejía telas de araña con las que subía los puntos de media y se dejaba las pestañas en la luz del flexo.
No tardando, justo encima, en el entresuelo, se abrían los balcones de la “academia de baile” para ventilar los secretos de la noche y se escuchaba canturrear y reír a las mujeres.
A media mañana, dependientes, porteros y coristas desfilaban donde Ramón a buscar su bocadillo de atún o de sardinas de bota para dar buena cuenta de él con caña, café y copa en el Dígame.
Sabía que eran las doce cuando un montón de chiquillos se arremolinaba en la “paraeta” del tío Lino, en el portal de un antiguo caserón abandonado con blasón en la puerta. A pesar del colorido de los caramelos allí todo se veía oscuro, como sus manos. Una mugre espesa lo cubría todo. Pero los niños salían felices con su chavo de pipas o su mesura de cacaos.
Puedo ver las sábanas secándose al viento en los balcones y a la madre de Lolo llamándolo desesperada a la hora de comer.
Lolo tenía 14 años y ya trabajaba de aprendiz. Siempre llevaba los bolsillos llenos de rodamientos y tornillos. Con ellos fabricaba sus juguetes y trapicheaba con los niños del barrio: patinetes, carromatos, cochecitos, espadas… que atronaban el asfalto de mi piel. Tenía también la habilidad de meterse en líos, cada dos por tres llegaba con una pedrada en la frente o un descosido en las costillas.
Cuando se volvía a hacer el silencio, en la penumbra húmeda del semisótano de la placeta, con sus ventanucos trenzados de Valderrama y Molina, Felisa, la portera congregaba a las mujeres a coser mientras escuchaban el consultorio de Doña Elena Francis y la radionovela Ama Rosa.
Mientras, los viejos sesteaban en el bar arrullados por el repiqueteo de las fichas sobre el mármol.
Al salir de la escuela una tropa de niños se juntaba en la trastienda de la librería a repasar los deberes con Dª Amparo que calmaba así, en su pequeña escuela vespertina, la añoranza de su profesión, por la que tanto había luchado.
Y desde la “academia de baile” les acompañaba el retumbar de los pasos de las coristas ensayando una y mil veces las coreografías: “Al Uruguay, guay, guay, yo no voy, voy, voy, porque temo naufragar…”
Sobre las 7 salía emperifollada Encarna, la estrella de la radio, con su perrita ratera llena de lazos. Era la cantante de los anuncios de Muebles Peris: “Tener una casita para descansar y mi maridito pueda allí fumar…”. Nunca se supo de qué vivía. El barrio le guardaba el secreto. Pero, eso sí, su único éxito quedó en la memoria de los que solo tuvieron la radio como banda sonora.
¡Amparín! ¡Luisito! ¡A cenar!
¡Loooloooo! ¡Demonio! ¡Sube o te caliento!
Era la señal de retirada. Persianas y puertas daban carpetazo al día.
Menos la “academia” que seguía trabajando por las noches, pero sin tanto ruido. Era un subir y bajar furtivo hasta la madrugada. A veces algún altercado rompía el silencio y no tardaba en oírse un amistoso “¡hostia, esas putas!” que, desde cualquier ventana, zanjaba la cuestión.
Una de esas mañanas me extrañó ver a Genaro, el cartero, repartiendo cartas puerta a puerta y un oscuro trajín de hombres grises. Las miradas se enturbiaron. Les vi buscarse unos a otros, reunirse en el bar.
Empezaron a borrarse caras. Poco a poco dejaron de subir las persianas, se apagaron los trotes y se borraron los “samboris” de mi piel.
Un silencio amargo se fue instalando sobre las pocas sombras que aún se deslizaban entre los patios y las escaleras.
No puedo olvidar el día en que me despertó el estruendo de las máquinas.
Sentí que arrasaban mi historia. Que me robaban el alma. Solo quedó de mí un nombre vacío.
Todo parece más nuevo y limpio. Pero otras ratas con pies de terciopelo campan a sus anchas de Hermés a Carolina Herrera, buscando señuelos con que comprar mezquinas voluntades. Tal vez otras calles.
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