Era una tarde de 1991, me acuerdo porque fue el año en el que cumplí 18. Salía del colegio y ya se sentía que se aproximaba el verano. Las flores que habían brotado durante la primavera inundaban de olor las calles del pequeño pueblo. En la esquina estaba Doña Ciruela, así la llamábamos por el color violeta de sus uñas que nos recordaba a aquella fruta. Me miró y me dio una cálida sonrisa. Más adelante el puesto de panes, Ramón, un compañero de clase con el cual hablaba poco, era el hijo del panadero, y al verme pasar se le ocurrió hacerme un pequeño regalo.

– Blanca- me llamó con su voz digna de un joven de 18- oye, escuche lo que paso y lo siento mucho, se que no es nada pero toma- un pequeño ramo de flores, que daba la impresión que lo había hecho mientras volvía del colegio camino a su casa, me estaba siendo regalado, sonreí sin que parezca falso y seguí mi camino.

No soy de hablar mucho pensé, y el lo sabe así que no creo que se haya ofendido. La gente me miraba mucho al caminar, todos lo sabían, como dice la frase «pueblo chico, infierno grande», pues claramente estaba siendo un infierno.

Unas calles antes de llegar me encontré con Paula, mi vecina, tenía mi edad pero nunca habíamos logrado llevarnos bien. Al verme me abrazó, supuse que se había enterado. Llevaba una pequeña caja de bombones que tenían forma de corazón, y me los dejó en la mano. No me gustaban, eran esos que al comerlos sabes que va a darte diabetes, pero los acepté, era lo menos que podía hacer. En realidad, no me molestaba que ahora intente llevarse bien conmigo (como todos), sino ser el centro de atención, en el bar de enfrente también, mientras los hombres tomaban una caña susurraban acerca de mi, de mi madre, de mi muerta madre, me sentía protagonista de una película en la cual siempre había sido invisible, y por un hecho ahora todos sabían de mi.

Pero ya han pasado 19 años, soy una mujer adulta, y me gusta recordar aquel año como el año en el que cumplí 18, no en el que mi madre murió, porque me haría odiar ese año. Trato de verlo como si el destino ya hubiera escrito todo, porque era así el destino tiene planes para todos, y esa tarde de 1991 en la cual mi mamá falleció, era lo que tenía que pasar. Nunca la deje de querer, y mucho menos la olvidaré. Pero ahora decido acordarme de los momentos felices que pasamos, costó entenderlo, porque aquel día, después de que todos se enteraron, la calle era un infierno para mí. Aunque si no hubiera sido por eso, ahora no estaría con Ramón y Paula no sería mi mejor amiga, pero eso es otra historia.

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