Mi cuerpo se encuentra perdido en mitad de un recóndito bosque de cemento, vidrio y metal en un barrio lejano, con los latidos en su garganta y queriendo vomitar su alma, aunque no saldría nada si lo hiciera; y mi mente aún no ha llegado, va mucho más despacio. Ahora, después de recorrer media ciudad de acelerada huida, me detengo a respirar y me percato de que las alternativas se han agotado igual que yo en estos momentos. Al lado inverso de mi trayecto solo me espera el sacrificio de mis alas. No voy a engañar a nadie, conocía la posibilidad de que esto pudiera ocurrir, no obstante, esperaba que no sucediera. Simplemente he hecho cosas que haría cualquier chaval de mi edad y en mi barrio, o eso creo. En la calle es complicado integrarse. Si no te unes a alguna banda corres el peligro de ser repulsado por todos y entonces te encuentras totalmente vulnerable. Tal como lo era al principio.

Cuando conocí a Jaime, siendo yo un niño con ínfulas de adolescente, me pidió que lo acompañara en sus andanzas nocturnas. Quedé turbado al presenciar cómo les arrebataba impasiblemente sus petardos a unos niños inocentes en una noche de San Juan. Después de soportar, toda la noche, a sus amigos y a sus maldades, me prometí que no me acercaría a ellos nunca más. No obstante, unos días después, ellos reclamaron mi atención y comenzaron a sacudirme sin motivo alguno. La palabrería de Jaime los persuadió y pude salir indemne de aquello, sin embargo, entonces adquirí sin pretenderlo un sentimiento de deuda que fue mi ruina.

Recuerdo, días después, cómo los miembros de aquella banda me alentaron para que robara a una vieja. Llevaba en una mano un bolso y en la otra un bastón. El mundo se paralizó por unos segundos mientras corría delante de ella con el bolso recién arrebatado de sus manos en las mías y miraba hacia atrás cómo su débil cuerpo se desmontaba al caer contra la acera. Trotaba como lo haría pocas veces después y como lo había hecho hasta hacía escasos minutos en la actualidad. En aquellos tiempos estaban construyendo la Ronda de Dalt y la obra llevaba muchos años paralizada, no obstante, ya habían excavado un gran socavón por el que pasaría esta vía. Había unos veinte metros de altura desde la calle hasta el fondo del hueco. En aquellos momentos, yo me encontraba sentado en el borde del precipicio con el bolso de la anciana en la mano. Ni tan siquiera miré lo que contenía. Observé aquella obra a medio construir y quise fundirme en ella. Quise zambullirme en aquel barro rojizo y húmedo; que asfaltaran la calle sobre mi cuerpo inútil. Por lo menos así tendría un buen entierro, no causaría ningún gasto a mis padres y tampoco más problemas. En cambio, fue el bolso el que cayó y se hundió en un charco. Lo miré con pasividad. Jaime y sus amigos me habían aceptado en su grupo.

Fue sorprendentemente sencillo robar mi primer coche. No lo había hecho antes, pero me sentí como si fuese un experto. Lo había visto hacer en algunas películas y a mis colegas de la calle. Fue extraño, pero, simplemente recordaba cómo se hacía. Ese día, mis socios iban conmigo y se introdujeron en el vehículo. Jaime me apartó a un lado y lo condujo. No sabía hacia donde nos dirigíamos. Con él siempre era una sorpresa. Aunque sus colegas parecían saberlo. Cuando el auto se estrelló contra el escaparate de una relojería me quedé paralizado hasta que un grito me obligó a hacer lo mismo que estaban haciendo los otros. Llenamos petates y mochilas de relojes y bisutería que después trapichearon con algún camello.

Muchas veces insistí a mis padres que cambiáramos de barrio, pero ellos no entendían la gravedad de mi situación. No sabía cómo salir de aquel círculo vicioso. Era algo que me estaba matando por dentro, pero que si lo dejaba también me mataría por fuera.

Recuerdo el día que murió Jaime como si fuera ayer. Se lo encontraron en una cuneta estrellado y desnucado. Aquello me hizo tener sentimientos encontrados. Era mi amigo, sí, pero también era mi cárcel. Pensé que con su muerte saldría de ella, pero por el contrario los barrotes se hicieron mucho más gruesos. Ya no valían las demostraciones de valentía sutiles. Debía estar a la altura si no quería sufrir los acosos de esta gentuza. En una ocasión, uno de los más canallas del grupo tenía la sospecha de que había un tipo que estaba tonteando con su chica. Me pidió que le diera un buen susto. Pero uno de esos que lo llevara al hospital o a ser posible al cementerio. Yo me negué en redondo. Entonces vi cómo uno de ellos señalaba con su índice izquierdo a mi hermano pequeño que estaba jugando en la calle, mientras con el otro índice dibujaba una línea recta sobre su propio cuello. Me sentí enojado e impotente a la par que agotado y superado por los acontecimientos. Dije que lo haría, pero con la condición de que dejaran en paz a mi familia, ahora y en el futuro. Ellos aceptaron, pero no podía confiar en que respetaran el pacto. Sabía que aquello no se acabaría nunca, así que ideé un plan. En fin, no era mi intención que hubiera otras víctimas, además de ellos, cuando dejé caer mi cigarrillo encendido en el depósito del coche en la gasolinera mientras todos estaban dentro y yo repostando. Corrí tan rápido que apenas noté la onda expansiva al saltar en pedazos el vehículo. Me lancé al suelo, me levanté y me volví a tirar cuando oí la segunda explosión. Como el coche era robado no pudieron localizarme en un principio, pero de alguna forma dieron conmigo más adelante. Cuando los vi en la tienda de mis padres rompí a correr. Quizás pueda correr tan rápido y durante tanto tiempo que no puedan encontrarme jamás.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS