Cuando la policía se abrió paso en la oficina para llegar al escritorio del ingeniero Reggio, nadie sospechaba que sería arrestado por el consumo de estupefacientes. Lo retiraron de su silla, le espulgaron la gaveta y una mano ágil y experta mostró ante los curiosos un sobrecito de polvo blanco. Quedó claro que se arrestaba con motivo justificado al empleado que durante dos años había estado ocultándole a sus jefes su adicción. Los empleados siguieron en silencio la marcha de los agentes, luego se despertó un murmullo que los llenó de asombro. Hasta ese momento se tenía a Iván Reggio como un hombre enfermo que hacía con dificultad su trabajo, pero jamás se habría arriesgado nadie a suponer que su aspecto marchito y su eterna somnolencia se debían a la resaca causada por las drogas. Pronto se desocupó su escritorio. Lo primero que se llevaron fue su eterna taza en la que todos los días bebía su té después de comer, luego sus archivos y cosas personales, por último, se retiraron los muebles y se decidió que nadie más volvería a sentarse en ese lugar. En las siguientes semanas hubo una fuerte reestructuración de los departamentos y se interrogó a todos los allegados del toxicómano para saber si alguien más era adicto.

En la empresa se reconstruyó la biografía del ingeniero gracias a la ayuda de todas las personas que llegaron a conocer algunos detalles de su vida privada. En realidad, no había mucho que decir porque el recato y la falta de extraversión de Iván habían dejado siempre un hueco muy grande en el que cada uno de los empleados había ido metiendo una opinión subjetiva como si se tratara de echar bolas de tenis en un gran cubo. Se propagaron muchos bulos, pero nada se podía comprobar. Había una novia con la que nadie lo había visto salir, pero de la cual Iván decía que lo único que deseaba era su dinero, por eso en la oficina la llamaban La Reggia o La princesa. También, estaba el raro caso de su padrastro, quien en realidad era su pupilo y eso nadie lo podía entender del todo porque lo lógico hubiera sido lo contrario, sin embargo, Iván era su tutor, a pesar de que tenía a sus padres y les ayudaba con su jugoso sueldo.

Después de indagar hasta lo imposible se llegó a una conclusión: Iván se drogaba, la culpable era su novia quien lo había obligado a adoptar un pupilo, el cual con toda seguridad sería su padre o un pariente cercano de la arpía y, al final, Reggio no había podido superar la dependencia a los estupefacientes, los guardias de seguridad de la empresa lo habían descubierto y habían dado el chivatazo. Se dejó de hablar sobre el extraño caso de Reggio y todos se olvidaron de sus trajes elegantes, de su pequeñez extrema, de sus párpados lilas, su cabeza de cacatúa y su habitual postura en su escritorio con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.

Dos años después, la señorita Natalia Carter, evitada por su difícil carácter y actitud esquizofrénica, recordó al desafortunado Iván. Estaba rodeada de algunos de sus empleados y les preguntó si sabían algo del ingeniero Reggio, la respuesta fue una dolorosa negativa y, por extraño que parezca, el olvido en el que se había echado al pobre ingeniero había servido para que muchas cosas crecieran como pequeños tallos y aprovecharan precisamente ese instante para florecer. Una secretaría aseguró que Iván le había comentado alguna vez que después de un mes de estar trabajando su salud había empeorado y no sabía cuál era la razón. Quizás fuera una estratagema para ocultar lo que vendría después—dijo un traductor masticando con fuerza un trozo de carne—, ya saben cómo lo acabó su vicio. Sí, quizás tengas razón—respondió una abogada—, sin embargo, yo vi su currículum, era muy bueno, y lo acompañé a sacar su carné en el gimnasio. Era muy activo y hacía bastante deporte. Pues eso sería el primer año—comentó alguien más—, pero al final terminó consumido por la droga. No estaría mal que le mandáramos algo a la cárcel—dijo la secretaria—porque ya saben cómo es la vida de presidiario en nuestro país. Y ¿quién irá a dejárselo? — farfulló Natalia Carter—yo no iría ni loca. Para que me acusen de cómplice, prefiero que se muera allí.

Se terminó la conversación y una neblina de remordimiento se quedó atrapada en la conciencia de todos. Las dudas empezaron a surgir de los rincones. Eran como pequeños insectos molestos que no dejaban a nadie escribir sus informes, hacer los reportes y estaban presentes en todas las tertulias de sobremesa.

Fue Víctor Borrego quién terminó de liberar la plaga de dudas cuando se quedó mirando el techo del comedor con su taza de café sostenida en el aire y les preguntó a sus contertulios si alguien había notado algo raro en los hábitos alimenticios de Reggio en la oficina. Recordaron que lo único característico era su habitual manera de tomar té después de lo cual caía en un profundo sueño. Era precisamente Natalia quién siempre se había preocupado de que a Iván nunca le faltara la reconfortante bebida. Se habló de ello y se bromeó al respecto, pero nadie lo tomó tan en serio como Víctor que impulsado por la curiosidad comenzó a fisgonear entre las cosas de la empleada Natalia Carter y descubrió libros de superación personal, manuales de derecho, novelas románticas y de detectives, unas latas con té de hierbas y un libro que llevaba el título de La Reina de la noche, que no era precisamente sobre la vida del amante de un famoso narcotraficante, sino de una planta que se había usado desde la antigüedad para atolondrar a las personas. De pronto, apareció ante él la imagen de Natalia ofreciéndole té a los empleados con menos rendimiento y somnolencia. Se dio la vuelta y caminó en dirección de la oficina del director.

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