«No es un buen día para morir», pensó mientras intentaba infructuosamente abrir los ojos. Nunca era un buen día para morir, menos si se acercaba el año nuevo y estaba tan lejos de ¿su casa?

Sentía el cuerpo rígido, los oídos aturdidos por el zumbar incesante de los colectivos que transitaban por la avenida Federico Lacroze. Percibió una frenada estruendosa y pensó que era un coche de la línea 39. Esas unidades solían ser ruidosas o a lo mejor era su corazón que se negaba a rendirse para siempre.

Ahí estaban el calor agobiante de fin de diciembre chorreándole la nuca y un coro de voces lejanas que repetían «seguro es epilepsia, llamen a una ambulancia» y cosas similares. Unos dedos se entrometieron entre sus dientes y le hicieron morder algo que sabía a cuero. Las náuseas no tardaron en asaltarle y escupió algo indescifrable pero amargo.

« ¿Y ahora? », se dijo mientras le ponían decúbito lateral. ¿Qué le había sucedido? Recordaba haber ido al cementerio de la Chacarita a visitar las tumbas de sus padres. Ya entonces había sentido las piernas fláccidas y un ligero vahído taladrándole las sienes. ¿Y después? Después había atravesado la estación terminal con la decisión de quien busca algo para sobrevivir. Sabía dónde, conocía ese barrio de memoria, aunque había pasado mucho tiempo desde que… Una leve cachetada le sustrajo de su ensimismamiento.

-Dale, che. Vamos, arriba.

Quiso despegar los párpados pero todo esfuerzo resultaba en vano. Seguro se había pasado de rosca al inyectarse. Todo por no querer usar esos putos anteojos. «Coquetería mal entendida», solía decirle su oftalmólogo de El Vendrell. A lo mejor estaba en lo cierto.

-¿Estás bien?- insistía esa voz desconocida pero amable.

Sintió el sudor frío mezclado con el bochorno y la respiración entrecortada. Intentó articular una palabra. Inútil. Seguro estaba muriendo. ¿Era eso lo que sintieron sus viejos cuando les tocó en suerte? ¿Era esa la verdadera impotencia?

Repentinamente percibió un leve destello filtrándose en sus cuencas y pestañeó. Varias veces. La voz tenía unos lentes de sol espejados que reflejaban su propio rostro. No había muerto aún.

-¿Estás bien?- repitió el hombre de las gafas como espejos despiadados. Atinó solo a asentir con el mentón un par de veces.

Entonces varios brazos alzando su cuerpo en volandas, gritando «ahí a la sombra» y sentándole contra una persiana de rejas; la espalda dolorida, todo lo demás magullado. No, no era su final. Necesitaba hablar y explicarles, pero la avenida daba vueltas en torno suyo como la calesita del Parque Los Andes, esa a la que iba en su niñez todas las mañanas de domingo, previa visita rigurosa -ramo de claveles en mano- al nicho de su abuela Carmen. Intentó enfocar la vista y solo pudo leer el cartel de «Gabi» que, en la vereda opuesta, coronaba la vidriera de la vieja panadería.

-Gabi – susurró.

Si Gabi estuviese allí sabría qué hacer. Pero de ella solo quedaba ese estúpido cartel que no significaba nada al lado de sus juegos de niños y confidencias ya remotas. Nada decía de esos primeros besos a escondidas en la cuadra de la panadería, donde el maestro pastelero les espiaba con ojos incrédulos. Gabi. Sus ojos negros y su pelo oscuro estarcidos en sus retinas de forma indeleble, su pequeño cuerpo de niña que despertó a la vida en otros brazos. ¡Cómo olvidarla! A pesar de las décadas transitadas en otro continente – huyendo de sus propias inseguridades, construyendo una familia con hijos e hipoteca incluidos-, su imagen seguía persistiendo en su memoria.

-¿Qué decís?- inquirió el hombre arrodillado frente suyo. Negó con la cabeza. Gabi se había esfumado de su vida hacía ya muchos veranos cuando le confesó «estoy embarazada». Así de simple; eso fue todo y nunca más supo de ella. Seguro sus padres la habían obligado a un exilio forzado en su Asturias ancestral. Quizás por eso mismo, años después, también había decidido emigrar a España en busca de un futuro que su tierra le negaba.

Se pasó la lengua por los labios resecos; el tipo de los anteojos sacó de su mochila una botella de agua mineral y le dio de beber a sorbos. Hubiera preferido algo más azucarado.

-¿Estás mejor?- inquirió con tono amable. Fran asintió lentamente, mientras la sangre empezaba a fluir dentro suyo con pereza desmedida. El hombre le sonrió apenas. – Ahí llega la policía, ya llamé al SAME ; tranquilizate.

Miró en derredor el cortejo de rostros que poco a poco se habían apeñuscado en torno suyo: los que salían del banco, los que hacían cola en la puerta de Il figaro para cortarse el cabello a la moda, los que iban a almorzar al bar alemán donde sus padres solían beber cerveza tirada en enormes chopps treinta años atrás. Todos contemplando y comentando el espectáculo de su muerte fallida.

Sintió unas gotas cálidas surcándole la mejilla e intentó limpiarse con la mano, pero sus reflejos eran torpes y espasmódicos. Otra convulsión. Necesitaba urgentemente inyectarse, esta vez suero y sin pifiarle.

-Ibas caminando y te desmayaste de golpe- explicó el hombre que ahora se quitaba los anteojos para mostrarle sus enormes ojos pardos mientras una mujer gorda, lamiendo un helado, se paraba junto a él y le sacudía el hombro.

-Flaco, no vale la pena. Mirale las picaduras en las piernas; una drogona más. ¡Que se joda!

-¿Por qué no te vas un poquito a la mierda?- respondió con desprecio. Giró la cabeza.-Vos no aflojés, aguantá que ya llegan los médicos.

Francisca masticó un« gracias» inaudible y respiró hondo, mirando sus extremidades amoratadas. Imaginó a sus hermanos esperándola para almorzar, a sus hijos al otro lado del océano, a sus padres en la tierra y su abuela en el nicho. Pensó en Gabi y su ausencia; en la insulina.

Oyó un coche de la 39 frenar bruscamente y un ulular lejano de una sirena. Un leve olor a flores en descomposición se apoderaba del ambiente. Cerró los ojos. Hacía frío.

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