La cafetería Dólar.

La cafetería Dólar.

Felix Madrid

12/01/2019

Como todos los jueves había ido a pasear con mi madre por el centro de Madrid y nos sentábamos en la terraza de la cafetería Dólar, siempre se tomaba un chocolate y yo una café descafeinado. Era una tarde de primavera, era su cumpleaños y se había puesto muy elegante pues a sus ochenta y dos años todavía mantenía la figura, aunque tenía que ir en silla de ruedas debido a su espalda, llevaba varios años en una residencia, no podía desenvolverse sola.

—¿Qué tal con tus hermanos?

—Bien, nos vemos poco, pero bien.

—Sabes, ¿Qué en la residencia estoy prisionera?

—Que va, lo que pasa es que no puedes hacer las cosas que tú quieres en el momento que tú lo pides.

—Me sacan al salón y allí me dejan hasta que nos llevan a la mesa para comer.

—Mamá, tienen que arreglar el dormitorio, abrir las ventanas y os llevan a otro sitio para que no cojáis frio.

—No digas tonterías, saben que no me gusta el pescado congelado y casi todas las noches nos ponen pescado congelado.

—No pueden poner pescado fresco, tiene que estar congelado —me repetia mi madre.

—Bueno pues que me pongan carne o una tortilla.

—Se lo diré a la directora, ¿Te quedas tranquila?

—Sabes, ¿En esta esquina conocí a tu padre?

—Aquí, en la esquina de Alcalá con Gran Vía ¿En esta misma cafetería?

—Creo que sí, aunque se llamaba Dólar, siempre me acordaré y fue de casualidad

—Si cuéntame, ¿Cómo fue?

—Tendría veinte seis años más o menos, fue en mil novecientos cincuenta.

—Tendría que ser, yo nací en el cincuenta y tres —dije.

—Venía con Gloria, una amiga mía que luego fue tu madrina, subíamos por Alcalá, veníamos de dar clases en una academia que había en la calle Barquillo. Éramos profesoras de francés. Íbamos hablando entre nosotras, yo llevaba una especie de mantilla en el brazo, y al pasar por una mesa de la terraza se enganchó. Me pegue un susto tremendo, y se me cayeron la mantilla y el bolso al suelo.

—Vaya corte, y papá pasaba por allí ¿no?

—Pues no, estaba sentado en esa silla, de espaldas a nosotras y con otros amigos tomando un café.

—¿Y qué paso?—dije.

—A él le pegué un susto terrible, se levantó muy deprisa, al verme parada y mirando el bolso se agachó para coger el bolso y la mantilla. Me dijo: “Tenga señorita, me he sentado en un mal sitio”. Me quedé unos segundos sin responder, luego le dije: “Merci beaucoup monsieur, vous avez été très gentil”. No me di cuenta y se lo dije en francés. Se quedaron él y sus amigos pasmados, sin saber que decir. Tu padre fue el primero que reaccionó, nos preguntó, en francés, a donde íbamos y le dijimos que a la plaza de Callao, a coger un autobús. Nos acompañó hasta Callao, y sabes cada vez que cruzábamos una calle o pasábamos al lado de una terraza me cogía del brazo para que no tropezara.

—La leche, eso ahora sería como pegarte un abrazo.

—No tanto, pero algo así. Después de ese día me llamaba todos los miércoles para quedar para el sábado y dar una vuelta o ir al cine. Al principio siempre iba con Gloria pero al cabo de varios meses ya iba sola. Y así empezó todo.

—No lo sabía, papá ligando en francés.

—Pues ya lo ves, y hemos cumplido las bodas de oro antes de que falleciera.

—Bonita historia, tienes buena memoria.

—Para ciertas cosas, por cierto, ¿Por qué no me llevas a mi casa y me pones una chica interna?

—Es imposible, en la residencia hay médicos, enfermeras y personas que te ayudan a lavarte, ducharte. Y en casa una chica sola no puede, tendrías que ir al médico, el cuarto de baño no está preparado para las sillas de ruedas. No se puede.

—Y si me llevas a tu casa, prometo no molestar a tu mujer ni a los niños.

—Sería peor, los niños ya son mayores, se van a trabajar muy pronto y yo hasta dentro de cinco años no me jubilo y Alicia dentro de siete. Nos vamos a las siete de la mañana y empezamos a volver a las cinco de la tarde. No te puedes quedar tanto tiempo sola, tumbada en la cama o en la silla de ruedas. Tienes que comer y si tienes que hacer pis ¿Cómo te las apañas?

—Estoy prisionera, ¿No lo entiendes?

—Sí, me doy cuenta, pero no encuentro otra solución mejor para que tú estés atendida.

—Ya, pero…

—Va siendo hora de volver, vamos despacio y así podemos ver los escaparates.

—Y Alicia, ¿Cómo está?—dijo mi madre.

—Mejor, tenía un catarro pero ya se le está quitando. Tiene que ir a trabajar. Te invito.

Dejamos la cafetería y subimos despacio, en silencio. Parecía que mirábamos los anuncios pero íbamos pensando en lo mismo. Me daba mucha pena dejarla en la resi, pero no tenía otro remedio. Al llegar, la lleve al comedor donde la estaban esperando en su mesa.

—Mamá, te dejo, pórtate bien y come todo lo que te den.

Me miró y me dijo con los labios: “Pescado no”.

Nos dimos un beso, una asistente cogió la silla de ruedas y se la llevó a su mesa. Me fui, no sin antes volverme y ver que estaba hablando con los otros residentes de su mesa. Me dolía mucho dejarla, pero no podía hacer otra cosa.

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