Helo ahí, sentado frente al mar, barboso, desgreñado por la brisa. Tararea entre dientes mientras sus ojos se pierden en un éxtasis lejano, rozando lo grandioso. De su boca escapa una risa inquieta y sus manos se deslizan en el aire, dirige la sinfonía de la insensatez. Sonidos arremolinados en un desorden que desquicia: el desconcierto. Último acorde, después: ¿dónde quedan los aplausos? no se oyen. Sólo el graznido de un cuervo y el vaivén de las olas, un ostinato envolvente. Se le han mojado los zapatos, regresa a una realidad agujereada, donde cada ausencia es un vacío por el que se le escapa la vida.
No le gustan los niños, y esos de ahí le están molestando, miran de reojo, curiosos, entre risitas y cuchicheos. “¿Qué llevas en la maleta?” grita uno. “¡Eh! ¡perversos diablillos ignorantes! ¿No sabéis quién soy?” Vocifera, paraguas en alto, amenazante. “Soy Vladímir Petrov, el padre de varias sinfonías, pianista virtuoso”. “¡Fuera de aquí, mocosos! ¿Os resulta divertido? ¡Que os compren un mono!” y se pone en pie, blasfemando y gruñendo. Multitud de ojos le llueven, como taladros alcahuetes perforándolo hasta el tuétano, ávidos de morbo, de lo estrafalario y lo anecdótico.
Agacha la cabeza, se esconde en los zapatos y deja que el fracaso lo consuma. Porque eso es para él la vida, un ir y venir, un ritmo binario, in tempo di pavana. Ahora éxito esplendoroso, ahora un gusano olvidado. Día y noche; sístole y diástole; un tic-tac. Se refugia en su traje gris, en su sombrero, en su dignidad, en los recuerdos de un éxito casi olvidado. Qué lejos quedan los tiempos de lujosos teatros, fiestas, bailes, tertulias, mujeres bellas, Emily… La dulce Emily… Sus manos acariciando el teclado, rozando las suyas, compenetrados hasta en la respiración, como dos amantes entregados, una experiencia casi orgásmica, una pasión intensa que trasciende lo musical, tan excitante y atrayente como maldita y peligrosa. Sus actuaciones en público siempre triunfantes y ovacionadas. Emily…La dulce Emily…
Llevo un rato mirando, con discreción. Cámara fotográfica al acecho. Exploro la mirada vagabunda, buscando ese encuentro fortuito con lo inesperado. Disparo una imagen tras otra. Es atrapar ese momento efímero, ese instante mágico, o de no ser captado se desvanece para siempre. Ese rostro, esa figurilla asustada, parece hablar en silencio, es como si respirase dentro de sus propios ojos. Por un momento se siente reconocido, la vanidad hincha al Gran Petrov. Los flashes, la añorada fama. Posa como un pavo, estira el porte, se recoloca el sombrero, pasea orgulloso, altivo, seduce al objetivo. Hasta que las confidencias ganan la partida, entonces baja la guardia altiva, cae la máscara y el semblante descubre un brillo distinto en sus ojos. “¿Qué llevas en la maleta?” pregunto. No contesta. La agarra con fuerza, como si temiera perderla. Tal vez encierre el mismo secreto inconfesable que esconden sus ojos. Después de pensar unos segundos la abre indeciso, con calma. Ropa doblada, unas partituras desgastadas, escritas a mano, emborronadas, con apuntes en los márgenes. “Pavana para Emily”. Una fotografía en blanco y negro, el rostro de una mujer. Quien quiera que hizo el retrato supo captar el tormento en una mirada limpia y delicada.
Un relámpago rasga el cielo plomizo y después el estruendo de un trueno que amenaza la serenidad de la tarde. La lluvia que rebota en nuestras caras, plaf, plaf, plaf….in crescendo. La tormenta no da pie a despedidas y nos perdemos en una cortina densa y gris. No consigo verlo y me refugio en una biblioteca. El silencio y el olor a papel invita a quedarse. ¿Por qué no?, la curiosidad me mueve a buscar en los periódicos alguna información. Retrocedo unos diez años y escribo su nombre en el buscador. Tengo que abrir bien los ojos para reconocer en la imagen de la pantalla la figurilla que acabo de fotografiar pero el nombre lo delata. No hay cabida al error. Leo absorto.
“El famoso pianista Vladímir Petrov acusado de asesinato. El joven y su compañera artística, la también pianista Emily Janackova se ven envueltos en un crimen pasional. Al parecer, el marido de Emily, dominado por los celos, impedía a toda costa que su esposa continuara formando dúo con Vladímir. Hasta tal punto que llegó a amputarle los dedos de una mano; Emily dejó de tocar el piano. Ella decidió vengarse, y cada noche vertía unas gotitas de veneno (matarratas) en el café. El corazón de su marido comenzó a espaciar los latidos como un metrónomo al que se le acaba la cuerda, hasta dejar de palpitar. Todas los indicios apuntan a Emily como autora del asesinato, aun así, es Vladímir quien se declara culpable, así que será juzgado y si la sentencia lo requiere: condenado.” Otro artículo, días después : “Ocho años de cárcel para el virtuoso pianista Vladímir Petrov.”
Busco acerca de Emily, nada, desaparecida del mundo, retirada de los medios, silenciosa, tragada por la tierra. Tal vez se viva mejor en la sombra, en la serenidad del anonimato.
Me seduce la idea de llevar las fotos al mismo periódico que publicó el artículo. Centrifugo ideas en mi cabeza, la posibilidad de ayudar a Vladímir. No me resisto. Me recibe el director, (¡ay! los sabuesos del morbo y la noticia) con ojos de lince y sonrisa cínica, no duda ni un segundo. Una semana y el reportaje ya está en los quioscos de toda la comarca. La historia de dos vidas torcidas, un desamor que lleva su rostro. La playa, su sonrisa trajeada y ese halo grandioso de quien ha saboreado el triunfo circula por la ciudad hasta llegar a la mano sin dedos de una mujer que lee emocionada, en un rincón de su casa, con la otra mano seca una lágrima.
Como cada mañana, Vladímir Petrov, gira la llave de la puerta y camina hacia la nada, sin destino, sin tiempo, con la determinación del más osado viajero. Una maleta, un paraguas y un sombrero. No sabe que hoy, Emily estará esperando en la playa.
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