Cómo pudo tragarse la tierra aquella inmensidad fue un misterio que nadie comprendió.

Todo comenzó el día siguiente a Pentecostés. Como es habitual por estas latitudes la tormenta se desató en minutos. Al cabo de una hora había caído tanta agua que las avenidas se convirtieron en arroyos por los que bajaban árboles y enseres mezclados con animales muertos. Diluvió durante cinco días seguidos y en ese tiempo deslizaron colinas y cayeron puentes y casas. Hubo vientos tan fuertes que arrancaron tejados y en la costa se levantaron olas gigantes.

El día que comenzó la tormenta, Marita se encontraba en la calle junto a su abuela Valentina. Ambas preparaban atol de elote y tortitas en un puesto callejero. Podría decirse que la calle era su hogar porque allí pasaban la mayor parte del tiempo. Cada día, antes del amanecer, bajaban por las quebradas hasta el centro de la ciudad. Preparaban su humilde puesto y ofrecían sus delicias a los viandantes. Allí pasaban largas jornadas. Al anochecer recogían los peroles y el infiernillo y subían con el carrito hasta el asentamiento donde vivían.

Marita soñaba con abandonar ese lugar lleno de barro y suciedad, donde los niños jugaban rodeados de basura.

–Quiero ir a la escuela –le dijo muchas veces a la abuela–, ya irás cuando regrese tu mamá –fue siempre la respuesta.

La mamá de Marita se encontraba en Europa, donde marchó cuando la niña tenía tres añitos en busca de una vida mejor. Nunca conoció a su padre pues era fruto de un amor pasajero, de su madre sólo conservaba una fotografía que la abuela guardaba en una cajita de latón. Ya habían pasado seis años desde que marchó y nunca tuvieron noticias de ella, sin embargo, las dos albergaban la esperanza de que un día regresara.

–Reza, mijita, pídele a Dios que te la traiga de vuelta pronto– Repetía cada noche la abuela antes de irse a dormir.

Pero ella no rezaba. Tumbada sobre el jergón donde dormía junto a la abuela soñaba con la vuelta de su mamá. “Iré a la escuela y dejaré de vender atol”. Ese era su sueño, pero la realidad era otra y día tras día pasaba el tiempo en el puesto callejero donde vendían tortitas y atol.

El día de la tormenta, con las primeras gotas abrieron el parasol que les resguardaba en las horas de más calor. En pocos minutos estaban caladas y el viento amenazaba con apagar el hornillo.

–Recojamos mijita, no vaya a ser que se nos malogre el carrito.

En menos de un minuto recogieron y se resguardaban bajo el alero de un tejado. Esperaron que aflojara la tormenta pero no parecía tener fin. Como iba a ser difícil regresar con el carrito, les dejaron guardarlo en la cochera de una vivienda. Allí todos las conocían.

–Tranquila señora Valentina, váyanse ahorita a casa, ya vendrán mañana a recogerlo.

Aunque tomaron la camioneta colectiva tardaron tres horas en llegar, tal era el caos que causaban la lluvia y el viento. Lo peor fue subir caminando hasta el asentamiento porque el agua y el barro bajaban con fuerza por el camino. La lluvia no dio tregua en la noche. A la mañana siguiente vieron que algunas chabolas habían caído hasta el fondo del barranco empujadas por el agua. Ese día no pudieron bajar a la ciudad.

La tormenta se prolongó cuatro días más. Cuando cesó, el camino era un lodazal por el que consiguieron bajar ayudadas por gruesos palos de ceiba. El paisaje era desolador. La tormenta había causado daños y destrozos por doquier. En el trayecto vieron árboles caídos y autos hundidos en el lodo. Cada quien se afanaba en sacar el barro de su vivienda, pero ellas prosiguieron su camino sin mirar la desolación de los otros. Se apuraban por rescatar sus pertenencias: el carrito y los peroles que habían dejado en la cochera.

Al aproximarse al lugar donde los guardaban notaron algo extraño en el ambiente. Por el silencio supieron que algo terrible habría ocurrido cerca. Nadie hablaba o lo hacían en susurros. A medida que se acercaban el silencio era mayor. Cuando llegaron quedaron paralizadas por el espanto.

No podían creer lo que estaban viendo: parte de la avenida y sus viviendas habían desaparecido. Un enorme agujero redondo y negro, cuyo fondo no se alcanzaba a ver, lo había engullido todo. La cochera había sido devorada por la tierra y con ella el carrito, los peroles y el infiernillo.

Los pobladores de estas tierras están acostumbrados a los desastres de la naturaleza. Conviven a diario con terremotos, tormentas y erupciones de volcanes. Por aquí la vida incluso vale menos que en otras partes del mundo. Estas gentes han visto guerrillas, crueldad y miseria, pero nunca hasta ese día vieron que la tierra se abriera de aquella manera.

La señora Valentina, tan acostumbrada a las penurias, no podía entender qué había sucedido. Para ella aquel tremendo agujero negro era un castigo divino. “¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¡Dios nos castiga, niña, Dios nos castiga!”

Marita, por más que se miró hacia dentro no encontró motivos.

– ¿Cómo vamos a sobrevivir ahora si no tenemos el carrito? -dijo llorando la anciana.

–Quizás ahora pueda ir a la escuela –pensó la niña.

Y así fue. A veces han de ocurrir grandes calamidades para que nos sonría la fortuna. Aquel desastre sirvió para que declararan el país en estado de emergencia. Se recibió ayuda internacional y Marita y su abuela, al haber perdido su medio de vida, fueron ayudadas.

Han pasado varios años desde que ocurrieron estos hechos. Y aunque la madre de Marita nunca volvió de Europa, ella pudo ir a la escuela. Ahora es una joven que sueña con ir algún día a la Universidad. Quiere ser escritora. Es posible que en estos momentos esté sentada a la sombra de una ceiba, escribiendo la historia que sucedió el año en que la tierra se tragó la calle donde vendía atol.


Ciudad de Guatemala


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