Nunca había tenido suerte con las mujeres. De pequeño, en la escuela, se reían de mí por mi estatura o por mi pelo rojo o por lo gordo que estaba o por lo mal que hablaba o por…

De joven, cuando ya había crecido, teñido el pelo, adelgazado y pasado horas con el logopeda las mujeres seguían riéndose de mí. No como antes, en mi cara, sino de forma más dolorosa y sibilina, ridiculizándome ante las demás, dándome falsas esperanzas. Ya estaba convencido de que no era una cuestión de suerte. Había algo en mí que las repelía y empezaban a resultarme indiferentes y odiosas tras tantas decepciones.

Pero en ese momento la conocí. Trabajaba en un tienda de ropa de mujer de mi barrio. Todas las tardes la veía tras el escaparate, risueña, preciosa, elegante. Era el centro de atención de todas las clientas que la miraban con envidia. Ella les respondía con su sonrisa distante y algo fría. Pero eso era para ellas, a mí me reservaba el más luminoso de sus mohines ente pícaro y coqueto. Tras tantos desengaños había encontrado el amor al fin. Todas las tardes la veía y no encontraba el valor de abordarla. Me debatía angustiado entre el deseo y la impotencia.

Por fin una tarde acopié el valor necesario y entré en la tienda decidido a todo. Ella estaba en una esquina, me acerqué, le hablé con palabras suaves y ella no me contestó pero me miraba fijamente. Me envalentoné y le hablé de mi amor, de que quería estar con ella el resto de mi vida. Ella seguía callada, como ausente y en ese momento percibí una sonrisa burlona en sus labios. A mi mente volvieron de golpe todas las risotadas y desprecios de mis compañeras, todas las humillaciones. Algo se rebeló en mi interior, dejé de ser yo y una furia incontenible me poseyó. Me abalancé sobre ella con una mezcla de deseo de abrazarla y de ansia de venganza. Le pedí explicaciones a gritos y tras zarandearla violentamente rodamos por el suelo. En ese momento varias personas me sujetaron. Al momento dos policías me esposaban y me llevaban a la Comisaría. Allí me tomaron los datos y la declaración.

De vuelta en casa saqué de mi bolsillo el trofeo de mi aventura, un dedo de mi amada, que le había arrancado en el fragor de la contienda. Allí estaba, seductor como su dueña. Lo miré con arrobo y lo coloqué en un tarro de cristal transparente. Por fin conviviría con una mujer o al menos con una parte de ella.

A los pocos días llegó a casa un papel del Juzgado. Intrigado acerté a leer algo así como …los hechos que tuvieron lugar, …en estado de gran alteración, …causando destrozos en el mobiliario, …la destrucción parcial de un maniquí, … condenado a pagar. No recordaba nada de aquello, debía ser un error.

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