La piedra arde.

Arde desde los tiempos del emperador Adriano y seguirá ardiendo en los siglos venideros. La ciudad vestida por el mar vive bajo el amparo de las fortificaciones romanas, que siglos después, siguen velando por ella.

Una gaviota se ha parado, silenciosa, sobre la fachada del circo romano, observando impávida la mundanal comedieta de los humanos. Dos niños armados con espadas de corte europeo y de fabricación asiática se baten en un trepidante duelo al sol. Uno, pálido, de pelo rizado y con gafas sujetas con pegamento aguanta como puede las embestidas de su compañero. El otro, dos tallas más de todo, de tez más oscura y ojos del color del café, acomete con todas sus fuerzas contra su compañero de clase. A escasos metros, dos señoras, armadas con sendos granizados, observan la escena desde las gradas de piedra del circo romano, como viejas patricias observaran las carreras de cuadrigas tiempo ha. Sus vestidos de color pastel rompen la monotonía de los pesados bloques de piedra que las rodean, y sus gafas de sol tiñen la plaza hasta darle un aspecto atemporal.

A buen resguardo bajo una sombrilla desteñida, aguarda el ilustre profesor don Alberto Garachana. Lleva un traje caro, hecho a medida por una gran firma de la ciudad. Unas gafas de sol estilo colonial y un sombrero de corte clásico coronan su aspecto. «Galán y sutil», diría él, «potencial objetivo» piensa Ezequiel. Ezequiel, mendigo de profesión, observa el movimiento de la plaza, decepcionado por la falta de afluencia en hora punta. Lleva una vieja sudadera raída, unos pantalones de pana color verde oscuro y unos zapatos tan consistentes como las gafas del joven gladiador. Acaricia una vieja gorra y calibra sus opciones. Puede levantarse para pedir, pero el viejo excéntrico no va a soltar un duro, lo ve en su rigidez mal disimulada y su cara de pocos amigos. «Y si lo suelta», piensa, «será porque la camarera está cerca». Natalia, historiadora por vocación y camarera por obligación recoge la mesa lo más lento que puede, no vaya a ser que la bruja de la jefa le haga fregar también los cacharros. Viste unos vaqueros apretados, un jersey gris y una mirada triste. Mira a Alberto, sentado como un señor, ojeando con aparente desdén el periódico y piensa, «lleva una hora sentado, se ha tomado tres copas de vino, y me juego el pellejo a que no va a dejar ni cinco euros de propina».

Como si escuchara sus pensamientos, Alberto se levanta con prisas, mira el ticket y paga exactamente lo que pone, ni un euro más ni un euro menos: «si hubiera sido más atenta» piensa. Después, se dirige hacia la otra punta de la plaza donde le aguarda una señora de aspecto senil y mirada perdida, que sonríe al verle. Montse, antigua profesora de canto, madre orgullosa de tres hijos y aún más orgullosa abuela de siete nietos, abraza a Alberto. Ha pasado un año entero desde que se abrazaron por última vez, en ese infierno que fue la cena de nochebuena del 2017. Un amante inesperado, un divorcio y una depresión después, por fin había recuperado a su hijo. Ezequiel, poco conmovido por la escena y arremangado por el calor, se acerca a la mesa de Alberto, coge con disimulo el periódico y se lo guarda arrugado dentro de la sudadera. Al girarse, ve que la camarera le está mirando, pero en vez de increparlo tan solo le guiña el ojo y vuelve resignada dentro del bar. Ezequiel dibuja media sonrisa, pero decide irse por si aparece la bruja que rige el local. «Esa no me va a guiñar el ojo», piensa, mientras se adentra, arrastrando los pies, en una callejuela oscura del casco antiguo.

En ese mismo momento, la pelea por fin termina en su decimosexto asalto. Marcelo, el niño de las gafas, que ha ejercido con inusitado coraje de saco de arena, cae rendido. Su cuerpo se desploma sobre el suelo pavimentado, con los brazos en forma de cruz. Su amigo, que no sabe qué hacer, llama a su madre, que en ese momento tenía en la punta de la lengua el nombre del primo de su yerno que se va a casar pronto. Las dos mujeres, como clones, se levantan corriendo para socorrer al chico. Llaman a una ambulancia mientras regañan al gladiador vencedor, que mira a su amigo como esperando a que se levante en cualquier momento.

La ambulancia tarda una eternidad en cruzar el casco antiguo, germen de atascos y reyertas absurdas para aparcar. Javier, que ejerce desde hace tan solo unos meses, piensa en qué le va a regalar a Sandra este año. «Más libros, no» le dijo ella, «y cheques regalo, pues tampoco». Cuando llegan a la Plaza del Rey (un auténtico horno), socorre rápidamente al niño: observa sus constantes y afirma, ante la gran preocupación de la madre y su amiga, que tan solo es un desmayo. Le atiende allí mismo, y cuando el chaval se despierta le da un caramelo, gentileza de la casa. Diez minutos después vuelve a estar dentro de ese vehículo al que empieza a tratar como una segunda casa, patrullando y socorriendo al ritmo de una sirena, «que muy bien», piensa, «no canta».

Las madres, tocadas por la fatalidad y con posado de estrellas del drama burgués, suben por la calle, siguiendo los pasos de la familia Garachana Fajardo. Al cabo, de seis segundos, como si de una obra de teatro se tratara, Natalia, la historiadora entre delantales, decide dejar su trabajo después del bonito sermón que le acaba de dedicar su «explotadora laboral» junto al lavaplatos. Se quita su delantal, sucio de sudor y humillaciones, maldice en voz alta a su exjefa y abandona la plaza, como un pájaro ciego volando con furia.

El astro rey, personificando la ira de la joven graduada, abrasa la ciudad con sus rayos de fuego, y la piedra arde como nunca antes había ardido.

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