La mañana fresca mostraba los primeros rayos del sol que hacían brillar los charcos de agua sobre la vereda recién lavada. Ya el barrendero con su escobillón había hecho su trabajo y descansaba en la esquina, conversando con un vecino mientras fumaba. Lentamente, la calle comenzaba a cobrar vida, las voces tímidas y soñolientas de los niños, con sus túnicas blancas impecables y los zapatos negros bien lustrados, avanzaban rumbo a la Escuela, tomados de las manos algunos, otros con las madres y otros solos, pensativos, soñando el camino.

Doña Elia, con su cabello cano recogido con una peineta y bien peinado, tomaba mate sentada en el banco de su casa y disfrutaba del encuentro con la familia, en un nuevo día de vida. Saludaba a todos al pasar preocupándose por la salud de cada uno. Pacoco se asomó al balcón silbando bajito, mientras miraba e investigaba la calle a lo lejos.

El auto del Dr. Fonseca, mal estacionado, indicaba que la noche para el galeno había sido muy agitada. Pero sus pacientes ya empezaban a llegar y sentados afuera, aguardaban con tranquilidad a quien entregaban seguros su cuerpo y hasta su alma sin dudarlo, porque no sólo su diagnóstico sino su tratamiento, salvarían sus vidas.

La mañana avanzaba y ya era una romería. La farmacia de Rosalila ya estaba abierta y mi padre tenía las puertas abiertas de la tienda, esperando tener buena venta.

En la esquina estaban reunidos los canillitas jugando a la bolita y a la tapadita. Sus voces se multiplicaban, saltaban y gritaban. Pero cuando sentían el motor de la ONDA, era una carrera imparable a la agencia: «el que llegaba último era un burro».

Se tropezaban con el cura Montaldo, quien recorría la calle de esquina a esquina, rezando un rosario, sostenido en sus manos cruzadas a la espalda y se balanceaba en su andar, impresionando con su sotana negra.

Los canillitas lo conocían muy bien al cura. Compartían jornadas de diferentes actividades con él: tardes de pesca, fútbol en el campito del barrio Porvenir, la ejecución de un pesebre fantástico en el escenario del Salón Parroquial, trabajos en la carpintería de la Parroquia y el almuerzo que siempre alcanzaba justo y no faltaba para esos «gurises» que no conocían de hábitos, pero que apreciaban lo que allí recibían.

Vecino de puerta, de la Iglesia funcionaba un bar-restaurante, el Plaza Bar, cuyo propietario Abayubá Umpiérrez atendía con esmero. Al fondo del bar tenía una especie de gallinero, donde gallinas y pavos permanecían esperando su sentencia final. Los muchachos del cura, hábiles observadores mientras jugaban a la tapadita, habían visto llegar un carro bien surtido de aves que Umpiérrez compró al vecino.Así que esa tarde en el fondo de la Parroquia jugaron al fútbol hasta bien entrada la noche. El cura los sacó casi a empujones de allí. Pero…ellos ya tenían otra cosa en mente y muy bien organizados: dos de ellos hacían de campana en cada esquina; solapados por la poca iluminación propia de la época, que les sirvió de cómplice involuntario, lograron su objetivo. Lo único que se escuchó fueron las pisadas y corridas sordas del cazador furtivo.

Al otro día temprano, se presentó a la Parroquia, «El Perdido» con dos gordas y hermosas gallinas, que según sus dichos su madre doña Pepa, le mandaba para preparar el almuerzo. Así que, salió tuco de gallina y una pasta espectacular realizada por Doña Felicia experta en la cocina y conocida por sus sabrosos platos.

El almuerzo estuvo genial. Las bromas se repetían y hasta el cura festejaba alguna con ellos, felices de esa especie de reunión familiar. Luego de quedar «pipones» y frotándose la panza, se fueron retirando, algunos para su casa y otros recostados al aljibe ensayaban una especie de siesta interrumpida por una risa silenciosa, provocada por lo que ellos consideraban una picardía.

A la tardecita, mientras trabajaban en la carpintería, sonó el timbre de la casa del cura. Al rato apareció Doña Felicia con manos nerviosas, anunciando la presencia del Sr. Umpiérrez. El cura largó sus herramientas y fue a atender al vecino. Inmediatamente los muchachos dejaron lo que estaban haciendo y desaparecieron por el patio sin hacer ruido. Dos de ellos entraron al salón de actos por el escenario y a través de la puerta que comunicaba con la casa, intentaron escuchar la conversación.

Cuando empezaron a sospechar que el tema era serio, y…de ellos se trataba, se escabulleron…y sin mediar palabras desaparecieron buscando la vegetación abundante de los arbustos y rosales de la plaza que lucía bellísima. Cuando el Cholo pensaba que ya estaba fuera del alcance del cura, una mano grande, firme, segura lo agarró por la espalda de la solapa, y…sin más fue derecho al confesionario. Ahí no había alternativa, tenía que hablar o hablar, y no era que se usara la violencia, es que la mirada sólo, era muy convincente. El Cholo entre dientes, confesó el delito del robo de las gallinas. Avergonzado, y como perro con la cola entre las patas, se fue hacia su casa, muy triste. Cuál sería el castigo por dos gallinas? Al dueño del Bar no le importaban tanto las gallinas, sino la acción.

Los muchachos de la Parroquia reunidos y cabizbajos esperaban la decisión, que iban a aceptar, seguros que aquello pasaría, y ya programaban una tarde de pesca en Averías. Pescarían mucho, llenarían una bolsa de 60 k. de bagres, pintados y tarariras, y les daría para comer todos juntos y darle a aquellos necesitados, como ellos, que concurrían a la Iglesia.

El cura los llamó para hablar, los aconsejó, les habló del respeto, de no adueñarse de lo que no les pertenece y más, y luego les ordenó ir por una semana a ayudar a la limpieza del Plaza Bar. Además prepararían una obra de teatro en la que el Cholo sería El Diablo.

Y…en la esquina de mi casa, los canillitas siguieron reunidos, como los gorriones, llenos de trinos y alegría.

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