Me encontraba almorzando en un restaurante casero que pone mesas en el antejardín de la vivienda; además de la comida, buena y económica, tienen un árbol de copa muy amplia, que hace delicioso sentarse a su sombra en los días de sol intenso. Los vi a media distancia. El parecido y la diferencia de edades decían que era una madre con sus dos hijos. Podría ser una hermana mayor, pero había algo maternal en la forma en que los tomaba de la mano. Llegaron al borde del andén y con exacta coreografía los tres miraron hacia ambos extremos de la calle. Cruzaron la vía acercándose como si fueran a pedirme algo, pero no, saludaron con cortesía, se sentaron en una mesa cercana y la madre solicitó la carta. Al estar casi a mi lado pude precisar qué me había llamado la atención: eran feos, tenían frentes altas, abombadas; mentones pequeños y retraídos; sus narices eran bultitos que apenas se notaban en sus rostros planos. Era evidente que tenían algún tipo de enfermedad: hidrocefalia, macrocefalia, qué sé yo. Sin embargo, la madre miraba fuerte, con autoridad, transmitía una sensación de que lo que fuera que tuviera no le afectaba el espíritu ni la inteligencia. Los niños, en cambio, eran tímidos, apocados, sus ojos impresionaban por su debilidad; cuando se miraban entre sí o a la madre era como si sus miradas se enredaran como tentáculos, como si tuvieran que apoyar la del uno en las de los otros para lograr el simple hecho de verse. No parecían distinguir más allá de un metro de distancia.

Llegó la mesera con el menú y lo entregó en manos de la madre. Ella lo pasó al niño mayor, sentado a su derecha, y le dijo:

—Ya sabes leer, ¿no? Léenos para elegir qué comeremos.

El niño, entrecerrando los ojos, un poco avergonzado pero a la vez orgulloso, empezó:

Sancocho de gallina, sopa de pastas, frijoles…

¡Yo quiero frijoles! —dijo el más pequeño.

Carne sudada, pollo a la plancha, chuleta de cerdo…

Sería bueno chuleta de cerdo, ¿no creen? — opinó la madre. Ellos asintieron en coro.

Bueno, parece que está claro, —sentenció la dama—. Elenita, tráiganos dos almuerzos, con frijoles y chuleta.

«¿Sólo dos?» pensé yo, con algo de conmiseración. Ya iba a pedirle a la empleada que les sirviera tres almuerzos, cuando ésta dijo:

¿Les traigo los otros dos platos para repartir, como de costumbre?

—Sí, gracias, ¡tan linda! —aceptó la madre —. Los niños y yo comemos poco, ya sabe…

Suelo comer rápido, ni paladeo ni mastico demasiado. En esa ocasión bajé mi ritmo, alargando el tiempo para analizarlos. Elenita, la camarera, llegó con el pedido: dos platos con las chuletas y un plato pando vacío los puso en el centro de la mesa, y los dos platos con los frijoles y un plato hondo los puso frente al niño mayor. Mirándolo con cariño, le dijo:

¿Caballero Alejandro, usted termina de servir, como siempre?

¿Madre, puedo? —preguntó el aludido, en respuesta.

Claro que sí, hijo. Has aprendido muy bien.

Alejandro tomó el plato hondo, con una cuchara sacó contenido de los otros platos de frijoles, armó tres cantidades iguales y dirigiéndose al hermano le dijo:

Diógenes, siempre servimos a la madre primero, —y le puso a ella un plato— a los parientes después —y pasó al menor una porción— y por último el que reparte se sirve a sí mismo. ¿Estuvo bien, mamá Olimpia?

¡Perfecto, Alejito, como siempre! —respondió orgullosa.

Yo quedé sorprendido y, en verdad, conmovido. Los nombres, su forma de hablar y sus modales mostraban una educación casi incongruente con la fealdad y la humildad del trío. Sí, me di cuenta, estaba prejuzgando. «¡Qué pedante!», me recriminé. Renuncié a inventarme historias alrededor de ellos, sabiendo que la Vida, en mayúsculas, teje mejores cuentos que los escritores.

La ceremonia del reparto continuó impecable. Terminaron el almuerzo y Olimpia les dijo:

Niños, recuerden el agradecimiento.

Madre e hijos se tomaron de las manos y Diógenes, el menor, oró:

Padre Diosito, gracias por tus bendiciones, gracias por los alimentos, gracias por mi familia, gracias por la señorita Elena que nos atiende.

La madre les besó en la frente y pidió la cuenta. La mesera acudió rápido, les dijo: «Son mil quinientos pesos». Yo miré el menú y me avergonzó la lección que, sin saberlo, me daba Elenita: cada almuerzo costaba cinco mil pesos. Diógenes preguntó:

¿Madre, puedo pagar?

Sí, señorito —contestó ella, cariñosa, y le pasó un monedero. El niño sacó un billete arrugado, de dos mil pesos, y lo entregó a Elena. Ésta le devolvió una moneda, supongo de quinientos pesos, que el menor guardó con cuidado, devolviendo el monedero a manos de la madre. Se levantaron para irse, despidiéndose de la camarera. Habían avanzado algunos pasos cuando Olimpia cayó pesadamente, golpeándose una rodilla. No alcancé a pararme pues ya la muchacha y los dos niños le ayudaban, llorando.

Doña Olimpia, perdóneme, perdóneme —gemía Elenita— olvidé advertirle que habían puesto un piso nuevo y resbaloso…

Los niños le besaban la rodilla y Alejandro se culpaba: «¡Madre, madre, no te serví para nada!».

Los tres se fueron caminando calle abajo, ella renqueaba un poco. Era fácil, en la tarde calurosa, ignorar la cojera y ver a la ciega Olimpia avanzar segura, charlando con sus dos lazarillos, y aún más fácil, entre lágrimas, ver a estos abanicándola con sus pequeñas alas.

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