La calle en la que yo crecí nunca existió; en realidad, no es más que una invención que ha ido concretándose con el paso de los años, menguando en extensión a medida que yo cumplía años y me alejaba más y más del suelo, de aquel lugar, un espacio suspendido en el tiempo que no es ciudad, ni barrio, ni siquiera una vieja baldosa desgastada por el continuo paso de los coches y las motos.

La calle en la que no crecí —siempre fui un niño de interiores, más interesado en los trastes de una guitarra que en ir a jugar afuera— comenzaba en el umbral de la puerta de mi habitación, descendía por unas escaleras de pino barnizado iluminadas por la pálida luz de una claraboya y discurría entre la calle de San Geroteo, el santo que seguía hablando a pesar de que su cabeza yacía en el suelo, y la entrada del colegio cuyos mayores nos recibían con cristales camuflados dentro de bolas de nieve en invierno e «¡hijos de puta!» en Semana Santa.

La calle en la que por nada del mundo hubiera querido perder la virginidad continuaba cuesta abajo por la Judería Vieja, discurría entre arcos mudéjares de ladrillo rojizo y yeso, y desembocaba en un parque lleno de cacas de perro, viejos chopos y hongos Armilaria, causantes de que durante muchos agostos ese lugar fuera una prolongación de los campos de trigo visibles desde el banco en el que un miércoles de ceniza escribiera mi fecha de nacimiento con el borde de una chapa de Mahou.

La calle a la que no quiero volver desde que murió mi padre se parece mucho a todo lo que no me gusta: decadente, anclada en el pasado y poseedora de unas escaleras de peldaños irregulares que terminan en San Millán, el barrio más feo de la Europa pre-Brexit y en alza gracias a una pirámide de hormigón de unos cinco metros de altura a la que solíamos encaramarnos para sentirnos como los Incas o los Aztecas, gente curtida y de campo que ofrecía sacrificios al Inti a cambio de buenas cosechas. Nosotros le rogábamos a Maradona que enviara alguna chavala rubia porque ahí no había más que feas y viejas, señores detrás de enormes gafas de sol que fumaban puros, bandadas de palomas y varias generaciones de gitanos tocando la guitarra como si les fuera la vida en ello. Años después, la misma pirámide se ha convertido en lugar de peregrinación porque fue «customizada» por un grupo de artistas como si se tratara de la casa de Pin y Pon: cosas de la modernidad y la recuperación de espacios públicos en las urbes del siglo XXI…, o así lo definen en el Plan de Urbanismo.

La calle por la que yo arrastraba una mochila repleta de libros de lunes a viernes continuaba en dirección al norte de la ciudad, dejaba a un lado las dependencias del Ejército de Tierra y cada abril se convertía en una explosión de rosas y blancos, de morados y verdes, un Big-Bang a pequeña escala en el que el aire se cargaba con el dulce aroma de las almendras y las gramíneas, enemigas acérrimas de los alérgicos, por entonces la única patología que nuestros irrompibles cuerpos podrían sufrir más allá de los moratones en las rodillas y las brechas en la cabeza. Era dejar atrás la leyenda «Todo por la patria» y comenzaban los problemas. Ahí, en el punto de intersección entre el campo y la ciudad, entre lo civil y lo marcial, nos esperaban «El Naranjo», «El Edi» y «El Rubio» y te subía la adrenalina al tener que despedirte —por la fuerza— de la propina semanal (equivalente a tres chicles Boomer): o pagabas el «peaje» o los dueños de la calle te daban un par de hostias con el Ducados anclado en la boca y de regalo se llevaban todo lo que guardaras en los bolsillos, el bocadillo de mortadela envuelto en Albal y las zapatillas recién compradas en «Galerías Mahonías».

La calle en la que empujé a Beatriz (que rodó, rodó y rodó hasta chocar con la base de un pino de Valsaín una noche de botellón a eso de las diez y media) no ha cambiado absolutamente nada, o eso dicen los amigos que decidieron quedarse a vivir en ese agujero castellano y que cada tarde de domingo se dan un paseo por la zona para comprobar si el colegio al que íbamos se sigue pareciendo al que recordamos. Al parecer así es: los curas han invertido una fortuna en mantener las rejas tan afiladas como en la década de los ochenta y decidieron instalar cámaras de seguridad en todo el perímetro, convirtiendo un centro religioso y educativo en algo parecido a Alcalá Meco, siempre bendecido por el incombustible espíritu de Marcelino Champagnat.

La calle en la que desperdicié mi infancia no se parece nada a la calle en la que me hubiera gustado cumplir años: Shimokitagawa en Tokio, rue Saint-Honoré en París, Grove Court en Nueva York… En su lugar tuve que aceptar la imparable sucesión de inviernos siberianos y de veranos en los que el sol rebotaba sobre la pared de casa provocando insolaciones a los lagartos más atrevidos y una cierta pérdida del equilibrio vital en mí. Lo sé, se trata de una sensación absolutamente injustificada para un hombre que tuvo todo lo que se supone que un niño debe tener en su infancia.

¿Con quién podría hablar para volver a vivirlo todo cambiando de escenario? Solo mi «no calle» conoce la respuesta.

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