Mi calle no tenía autos, o mejor dicho, casi no tenía. Ahí jugábamos a la pelota, a la bolita y al tinenti. A la pelota la usábamos hasta que se despedazaba. Era de goma. Luego pateábamos los restos hasta que no quedaban más, recién en ese momento comprábamos otra.

El piso de la calle era muy áspero, y estaba dividido en grandes cuadrados de alquitrán en todo su trayecto.

Uno de los chicos que jugaba en esta calle tenía asma y, como siempre se
agitaba la abuela no lo dejaba cabecear y jugaba muy poco.

Fue así que su papá le compró una pelota de cuero, ¡si!, así como se veían en los partidos de verdad, con jugadores de verdad, y era como tener algo de verdad entre sus manos, y un poco entre sus pies, pero poco, pateando solo en el patio de su abuela, y pasándole pomada incolora luego para revitalizar el cuero.

Para nosotros, sus amigos, podríamos llamarnos así, era un alivio que ya no se presentara al pan y queso donde se elegían los capitanes. Los jugadores nos sentábamos en fila india y nos iban eligiendo…Vos…A ver…Vos…A él le decían : Dale vení, cuando quedaba último, solo en la fila, por descarte pues no había otra posibilidad…Vení.

Cuando se levantaba para formarse en su equipo, sentía una piedra de molino en su garganta, y a veces tenía que llorar para aliviar ese dolor del alma, el cual ya había hecho topologia.

La pelota de cuero era para el pasto. Solo que nunca íbamos al pasto. Así que un día su papá llevó la pelota a la calle. Quedamos deslumbrados. Su hijo jugó de arquero.

Marcos, que así se llamaba, pasó a ser el chico de la pelota de cuero, y para que siguiera llevándola comenzamos a elegirlo ya no último, sino por la mitad. Él no se sentía mejor por eso, pero todas las tardes, cuando volvía a su casa, tomaba la pomada incolora y le pasaba.

Pero la pomada no era mágica. La pelota se empezó a despedazar. Primero se pelaron los gajos, luego se empezó a ver la cámara por pequeñas roturas, y luego más, hasta que quedó la cámara al descubierto. Seguimos pateándola hasta que se pinchó. La pelota de cuero había desaparecido.

Marcos volvió a su casa con los restos de lo que había sido su boleto dorado a la aceptación, al cariño y al juego.

Al otro día la llevó al zapatero. Él nada pudo hacer. Volvió a su casa, y la puso en el cajón de los juguetes, que ya a los diez años no usaba.

Al otro día volvió, pero no encontró a nadie.

Por la noche fue a visitarlo la madre de Víctor, y le dijo que su hijo y todos los que jugábamos con él, de ahora en más íbamos a jugar en el club de enfrente a la plaza, que organizaba torneos infantiles, con entrenador, que podía presentarlos en las inferiores de clubes grandes, y ya no jugaríamos en la calle.

Marcos se levantó esa mañana de domingo, tomó un autito de plástico, lo rellenó con masilla, le sacó las ruedas delanteras, y en su lugar le fijó una bolita con un trozo de plastilina , fue hasta la calle, vacía, y lo hizo rodar.

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