Todas nos ocultamos en otro nombre, que nos permite entrar y salir de un mundo que no es nuestro…
Mi nombre es Rita, algunos me dicen Gina. Nadie sabe cómo en realidad me llamo.
De pequeña viví en la casa donde mi mamá servía. Jamás me gustó esa casa. Mi mamá me dejaba sola, salía con mi padrastro. Yo tenía que lavar platos y ropa, limpiar la casa. La patrona me golpeaba, nunca estaba conforme. Era su criada, ella me vestía y pagaba la escuela.
No me agradaba la escuela, la odiaba, allí empecé a desmayarme. La dejé sin terminar el tercer grado. Las otras niñas tenían colación, yo no.
Lo que más me gusta en la vida… es comer. Una colada de churos, ¡mmm! En la casa donde trabajaba había poca comida, se servía a todos y lo que sobraba era para mí. A veces no sobraba.
Las únicas personas buenas en esa época fueron la hija y la nieta de la patrona. La hija me defendía, peleaba con la patrona cuando me maltrataba, me dejaba jugar con su niña que era de mi edad. Son de las pocas personas a las que no guardo rencor. Todas las demás, especialmente mi mamá y mi padrastro, fueron muy malos, nunca voy a perdonarles, no quiero saber de ellos. No tengo buenos recuerdos de mi niñez… ninguno.
Me fui de la casa de mi padrastro cuando tenía diez años. Mi mamá se había ido a dar a luz a mi medio hermano. El viejo mandó a mi otro ñaño a un mandado y cerró la puerta. Intentó abusar de mí, me dijo que me amaba, que fuera su mujer, quiso tocarme, pero yo grité tan fuerte… A mi hermano no le conté nada, ya había decidido marcharme. Esa misma noche, cuando dormían, me fui sin maleta y sin dinero. Dormí en un bosque, no me dio miedo, pensaba que nada podía ser peor.
Al día siguiente pedí dinero en la calle. Una señora que vendía periódicos se condolió de mi y me llevó a vivir con sus dos hijas, me dio comida. Permanecí un año con esa familia. Yo vendía caramelos, o cualquier cosa. Ellas fueron buenas, pero fundeaban casi todas las noches, las tres. Todavía las veo de vez en cuando, sólo las saludo y paso.
Como vendía golosinas o chucherías, siempre estaba yo en la calle, en las plazas. Las noches iba a un albergue. Pero también trabajé como mesera, en un mercado, pagaban una miseria y había que ir hasta los domingos.
Había visto a mujeres que se paraban en las veredas, conversaban con hombres y se iban a hoteles cercanos. Un día, mientras vendía, se acercó un señor y me preguntó cuánto cobraba. Para esa época yo ya había tenido a mi hijo, sabía lo que era el sexo. A mi bebé lo tuve a los catorce, a los quince comencé a trabajar…
Ese hombre y yo llegamos a un acuerdo. Sentí tanta vergüenza cuando nos acercamos al hotel, todos me miraban, pero entré y me pagó. Desde ese día dejé las ventas.
Me gusta bailar. También salir los domingos con mis amigas a los parques, conversamos de todo, de los sueños.
Ahora tengo otra pareja. Él es estudiado, dice que incluso en la universidad. No trabaja, está buscando, le exigen el título del colegio pero se le ha perdido. Es muy bueno, me trae comida acá a la plaza, también me enseña a leer y a escribir. Al principio yo le oculté en que trabajaba, aunque se había enterado, me espiaba, hasta sabía cuánto cobro. Un día ya no pude mentir y le dije que sí, ¿y qué…? No le importó, dice que cuando él encuentre empleo, todo va a ser diferente.
Mi hijo de cuatro años queda durante el día con una amiga con la que vivimos, ella trabaja en lo mismo, pero por la noche. Al papá no le he visto más, ni me importa. Yo sola me basto para mí y para mi pequeño.
No escondo mi trabajo; desde que me decidí, me paro donde yo quiero. Desde hace unos meses estoy aquí en Santo Domingo. Nunca he tenido problemas ni con las otras chicas, ni con la policía. Jamás me han pedido papeles en los hoteles.
Trabajo hasta las cuatro de la tarde. Los domingos no. Pero eso depende de cómo ha estado la clientela, si ha estado mala como hoy, vengo también los domingos, si no, no hay comida.
El cliente se acerca, pregunta ¿cuánto cuesta todo? Yo le explico que cobro tres dólares, que el hotel cuesta ochenta y cinco centavos y que tiene que comprar el condón. A veces me dan más, otros me pagan sin que pase nada, solo por oírles, por conversar, por acompañarles a comer. Yo me ocupo en buenos días ocho a diez clientes. En los malos, a veces ni uno. ¿Por qué será que los clientes que se me acercan casi siempre son viejos? ¡Qué mala suerte tengo!
Todo sea por darle estudios a mi hijo. Cuando se enferma y llora, me asusto, no salgo a trabajar.
Si mi compañero consigue empleo, estamos pensando ir a vivir juntos… quién sabe. Aunque en realidad nunca pienso en el futuro, ni en otro trabajo. Claro que sí me gustaría cambiar, qué se yo, ser empleada doméstica, pero no sé, pagan tan poco. Regresar a estudiar me gustaría pero soy muy burra…
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Con pasos lentos se aleja del hotel, una casa vieja y gris. Vuelve Rita al recorrido por una calle angosta y empedrada en el sector colonial de la ciudad. Quito ciudad franciscana, patrimonio cultural de la humanidad, carita de Dios.
El olor a orina es penetrante. Ella se despide a lo lejos y cruza la calle a saludar con una amiga.
En la plaza de Santo Domingo se siente el bullicio. Llega un trolebús, con toda seguridad traerá más clientes…
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