Fisterra daba comienzo a sus bostezos e Inocencio aún permanecía sentado sobre la mesa. Cerca suyo el micrófono y las pilas de folletería, intactas, al igual que las filas de sillas simétricamente colocadas a lo largo del salón municipal. No había llegado a arrugar el pantalón y camisa bien planchados que vestía, siquiera a remangarse. El viento que llegaba desde el ventanal abierto no movía ninguno de sus pelos engominados. Miraba fijo hacia el fondo, como pensativo.

Días atrás, cerca de Puerta del Sol y de Patio Maravillas en Madrid, la cosa había sido más agitada. Entre la multitud de militantes un señor entrado en años había asomado arrojando un pequeño vaso plateado, y vacío, sobre el joven

¿Sabés lo que es, capullo?, le había arremetido. Él se había quedado en silencio, atónito, pero el hombre continuó

Ese vaso me lo regaló mi padre, es de la guerra civil. ¿Lo ves? Es de plomo. Y la bandera pintada, que seguro no reconoces, es de los anarquistas españoles.

Sin palabras se había quedado de pie, estupefacto, mientras los militantes retiraban al señor que refunfuñaba entre los empujones

Vosotros no sois capaces siquiera de acampar aquí en frente, que os den

Damos por terminado este acto, se dijo y sonrió, y el leve eco recorrió el salón vacío y se escapó por las ventanas hacia el pueblo inmóvil. Aún miraba fijo hacia el fondo del salón, donde colgaba la propaganda del partido impresa en satinado y pegada muy prolijamente

Bonito rojo, dijo

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